Las tardes de enero en San José son deliciosas: sol brillante, cielo azul, calorcito, brisa fresca. Te saben todavía más deliciosas si estás huyendo del invierno al norte del Trópico de Cáncer. Y te saben todavía más si te tomás un buen café de exportación de Dota mientras escuchás conversar a tres generaciones de mujeres unidas por el apellido Quirós. Se reúnen cada semana a hacer manualidades y conversar sobre la vida. De paso, cuentan historias y se ríen mucho.
Doña Luz de repente menciona las tardes de otrora en que su mamá, doña Cristina, sus hermanas y, después, sus hijas y sobrinas, se sentaban a conversar mientras tomaban café en una amplia casa de madera en Calle Blancos, muy cerca de la Iglesia de San Franciso. Aquellas conversaciones parecían más bien sesiones de la Inquisición, no por lo santa, sino por lo severa en el juicio. El pobre diablo o la pobre inocente al que le tocaba pasar por la mesa como tema de minucioso análisis salía como oveja trasquilada. Pero no era asunto de chismes. Como el juzgado por la Inquisición, la mayoría de las veces la persona criticada por ser melindres, santulona, babosa y demás pecados, estaba ahí mismo sentada, con la piel erizada y los pelos de punta. Entonces pasaba don Manuel, esposo de Cristina y papá de Luz, y decía: —Esta banda de las Quirós es bien jodida —. Alguna otra vez pasaba don Hernán, novio y después esposo de Luz, y afirmaba: —Al que cae en esta mesa, lo pasan por una zaranda bien fina —.
Recordando aquellas escenas, le dice Luz a su hermana Nelly: —Pero nos reíamos bastante, ¿verdad? —. Sin embargo ésta, queriendo pasar por inocente, responde: —Yo no, más bien a veces salía llorando cuando me criticaban —. Ahí interviene Liannette, quien de niña se sentaba a la mesa a escuchar las sesiones de tertulia cafetera: —Ah, Nelly, bastante que te reías también, aunque no dijeras nada —, mientras Antonieta se ríe imaginando las escenas que no vivió de niña como su mamá.
Mientras continúan decorando cuadernos artesanalmente (la manualidad de esta tarde), hay una breve pausa, hasta que doña Luz puntualiza: —¡Por dicha no nos morimos en ese tiempo, antes de conocer la ley de Dios y dejarnos de esas cosas, porque nos hubiera llevado el Carajo! —. Y con esmero adorna con un tejido azul la capa de su nuevo cuaderno de autoconocimiento.
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