viernes, 30 de septiembre de 2016

Gaviotas sobre el Duero

Al atardecer me detengo en el puente Luís I que cruza el rio Douro (río Duero) de Porto a Gaia. Estoy en la sección superior del puente, la que cruza de la parte alta de Ribeira al monasterio, Mosteiro da Serra do Pilar. Por la nubosidad del cielo en dirección al Atlántico, hoy el río no se ve dorado sino verde grisáceo. Pero en dirección al este, río arriba, el cielo está mas despejado, con despuntes celestes, y el agua es esmeralda. 

Algunas gaviotas vuelan casi a ras del agua en medio del cañón, se elevan y luego acuatizan. Flotan por algunos segundos y avanzan algunos metros hacia el océano. Pero en seguida dan aleteos vigorosos, se elevan de nuevo, planean, hacen piruetas y acuatizan. Parece que están jugando juntas. Hasta que emprenden un nuevo vuelo y ya en las alturas se alejan llevadas por el viento, planeando. Entonces sólo quedan las aguas esmeralda. 

Pienso en un momento por mis amigos y amigas: nos encontramos por cuatro días en Porto, nos abrazamos, conversamos, dimos charlas, filosofamos, comimos, bebimos, paseamos, nos acompañamos por horas y horas cada día, nos conocimos mejor, hicimos nuevas amistades, tertuliamos sobre nuestras vidas, y cuando acabó el congreso, nos despedimos. Se han marchado de Porto en la ribera del Duero, de regreso a Valencia, Santa Fe, Montevideo, Batavia, Río de Janeiro, Trás-Os-Montes, State College, São Paulo, Porto Alegre, Barcelona, Ciudad de México y demás lugares. Pero nos vamos enriquecidos por un Banquete portuense. 

Las gaviotas a la distancia vuelan en bandada. Nosotros esperamos vernos de nuevo en São Paulo, al otro lado del Atlántico.

jueves, 29 de septiembre de 2016

Bitácora: Tren de Lisboa a Oporto

Lunes, 12:00 mediodía. Parte el tren de la estación Lisboa - Santa Apolônia a Porto - Campanhã. Le llaman servicio de tren "pendular" pues los vagones se inclinan a izquierda o derecha para ir más rápido en las curvas. Al alejarnos de Lisboa hacia el este, observo por un rato el cauce ancho del río Tajo a nuestra derecha. He dormido muy poco desde que abordé el avión a Lisboa hace días, por lo que dormito un poco. Cuando me despierto, a las 13:15, el tren ha girado al norte. Por la ventana veo colinas cubiertas de eucaliptos, campos de olivares y caseríos. Las casitas en general son de dos plantas, fachada blanca y tejas arcilla. Muchas son antiguas, otras más modernas pero construídas con el mismo estilo. Los olivares son hermosos: cada olivo es muy distinto en su forma y figura del otro, por las distintas contorsiones de sus troncos y ramas. Los olivares me gustan además por sus tonos, tanto el mate de los troncos como el verde tan peculiar de las hojitas finas y delgadas de los olivos.  Calzan con el paisaje un tanto austero.

Dormito otro rato y luego converso con Raúl, el portugués que se ha sentado a mi lado. Es ingeniero, vive en Lisboa, pero es de Porto, ha vivido antes en Río de Janeiro cuatro años, y habla muy bien el español. Así que tenemos bastante para conversar. Al final le pido sugerencias de qué hacer en Porto y me las da, además en plan atlético, con trayectos corriendo, nadando y andando en bici, pues es triatleta. Buen tipo. Se interesa por la conferencia sobre filosofía del deporte que me espera en Porto e intercambiamos contacto. Y ya hemos llegado a la estación Campanhã, por lo que nos despedimos. La estación es relativamente pequeña, tranquila, de pocos andenes, con fachada neoclásica y una placita vacía en frente. Busco el metro, compro mi tarjeta de transporte y me encamino a Marquês. A ver qué me espera en Porto. Sé, en todo caso, que me encontraré con amigos.

martes, 27 de septiembre de 2016

Dos "alfacinhas" venezolanas

Marisol y yo hemos conversado mucho en dos días. Después de nuestro tiempo juntos en Pensilvania, Marisol ha estudiado lenguas modernas en Caracas. Se especializó en portugués y literatura portuguesa. Desde hace dos años vive en Lisboa. Es traductora. Y conoce tanto de Lisboa y de literatura portuguesa que me alucina todo lo que me ha explicado en estos días. Ella me dijo que su hija, Sofía, ya es una alfacinha. Alface significa lechuga. A los lisboetas, por algún motivo, se les llama alfacinhas, osea, "lechuguitas". Sofía es una lechuguita, sin duda, pues habla portugués como lisboeta y es aficionada a morir del Benfica, aunque sus compañeritos de la escuela la llamen "a espanhola". Pero Marisol también lo es. Se siente en casa aquí. Madre e hija, son dos alfacinhas venezolanas.

Del café con tostada a la tolerancia en Lisboa

Anoche deseaba ver de nuevo al Tejo y a mis amigos pronto. Y esto sucede antes de lo esperado. Es lunes por la mañana y Marisol me escribe temprano para preguntarme si tendré tiempo de tomarme un café antes de irme en tren a Porto. Dice que quiere "disfrutarme un poquito más" y llevarme a tomar un café a la Confeitaria Nacional, un café y repostería tradicional en la Praça da Figueira. Le digo que sí y al rato nos encontramos frente a la estación ferroviaria de Rossio. Nos vemos y nos abrazamos. A mí me halaga que sacara un ratico un lunes por la mañana para verme. 

Atravesamos la plaza Rossio, giramos a la izquiera y en pocos pasos estamos en la plaza de la Figueira o Higuera, y allí mismo en la esquina una placa nos informa que la confitería fue fundada en 1829. Entramos y nos sentamos en una mesita elegante, chiquita y redonda, de madera, al lado de una ventana lateral que mira a un callejón aledaño. Una mesera trigueña muy atenta nos trae el menú. Aunque los dulces son tentadores, incluso para mí que como poco dulce, queremos desayunar, así que pedimos una tostada tradicional con manteiga, doce (mermelada) de fresa al lado, y un café cada uno. 

Conversamos un poco más, y muy a gusto, sobre los años en Pensilvania, los amigos, cómo nos interesamos por el portugués y la literatura lusófona, ella en Venezuela y yo en Brasil, los proyectos, los sueños, las saudades, la vida. Ella me cuenta mucho sobre la suya y me doy cuenta que es un persona extraordinaria a quien no llegué a conocer bien entonces. Pero la vida nos reunió en Lisboa para profundizar nuestra amistad.

Pero hay poco tiempo, así que pedimos la cuenta y nos vamos. Ella quiere llevarme a dos de sus lugares favoritos en Lisboa. Entonces me lleva a la Praça da Tolerancia. Es un pequeño espacio, empedrado de blanco, al lado de la majestuosa plaza Rossio. En esta placita se rinde homenaje histórico a los judíos y cristianos convertidos que fueron asesinados por la Inquisición católica a principios del siglo XVI. Allí se reúnen hoy en día muchos inmigrantes simplemente a conversar y estar juntos. Esta mañana hay africanos musulmanes de varios países, todos vestidos con atuendos típicos. 

En la plaza crece un olivo hermoso. El olivo está justo al frente de la entrada a la Igreja de São Domingos. Mari me cuenta que ésta fue dañada por un incendio a mediados del siglo pasado y aunque ha sido parcialmente restaurada, el interior está aún dañado. De hecho, sus columnas y paredes interiores lucen derruídas. A ella le gusta porque es una iglesia austera y humilde, en contraste con los excesos ornamentales y la grandiosidad de otras iglesias lisboetas. 

Y me lo reitero: tuve que venir a Lisboa para conocer mejor a esta amiga y discernir su sensibilidad especial. 

Lamentablemente es hora de despedirnos. Ella a casa, a su familia, a su hija. Y yo a Porto. 

Nos abrazamos más fuertemente esta vez. Y yo doy gracias porque apenas vamos por las 11 am y este día ya ha sido inolvidable.

Saludar al río Tajo, amigo

Domingo por la noche. Camino a lo largo del bulevar de la avenida Liberdade, las plazas Restauradores y Rossio, y la Rua Augusta hasta la Praça do Comércio. Atravieso la avenida costanera y bajo las terracitas de concreto que descienden gradualmente hasta las propias orillas del Tajo. Olas suavecitas avanzan hasta allí y luego se retiran para que avancen otras. Ha caído la noche y percibo al río más por su sonido al correr y olear que por la vista, aunque los reflejos de las luces citadinas dejan ver algo de la textura de sus aguas al fluir. Quiero decirle "hasta luego" al Tajo, pues regresaré en una semana a verlo de nuevo en Lisboa. Acá se llama rio Tejo. Lo conocí solo, hace años, a la altura de Toledo, ciudad a la que contorna en una curva muy cerrada a lo largo de un cañón algo profundo. En ese mismo viaje mochilero lo vi de nuevo en Lisboa con B. Pero yo andaba tan despistado, o tan interesado en otras cosas, que no me percaté que el Tajo toledano y el Tejo lisboeta eran el mismo río ibérico. Hoy me excuso argumentando que el hilo de agua angosto de Toledo no podía parecerme ser el mismo ancho río lisboeta. Años después, lo vi de nuevo en Toledo, con C. Y ahora estoy frente a él, con mis cinco sentidos y con el viento. Cerca, por la ciudad, tengo amigos. Al Tejo, como a ellos, espero verlo pronto.

lunes, 26 de septiembre de 2016

Adoptar una perspectiva portuguesa desde el Cabo da Roca

El Cabo da Roca es el punto más occidental del continente europeo. Nos acercamos al mirador a contemplar los acantilados de la costa y el vasto océano Atlántico. A nuestros pies, allá al fondo del precipicio, el agua esmeralda rompe en oleadas contra piedras negras. El viento sopla fortísimo y parece que podría llevarnos como frágiles hojitas de arbusto enano. El Atlántico se extiende frente a nosotros y nos disminuye tanto que parece infinito. Se entiende por qué la cita de Camões, el padre literario de la lengua lusitana, en el monumento cercano, dice que en ese cabo se acaba la tierra. Quien hace siglos se hubiera parado ahí a contemplar el horizonte donde se confunden mar, bruma y cielo, podría haber sentido que se enfrentaba al infinito desconocido. Me percato también del coraje, rayando en temeridad, que se necesitaba para arrojarse a navegar por los océanos sin saber adónde llevarían.

Mi perspectiva es americana. Suelo contemplar el Atlántico en dirección oriental. Me alucina contemplarlo aquí en sentido contrario, en dirección occidental. Mientras siento el viento erizarme la piel y escucho el oleaje y observo el horizonte desde el Cabo da Roca entiendo también el verso de Fernando Pessoa, en el primer poema de su poemario Mensagem, que dice que Portugal es el rostro con el cual Europa mira hacia occidente. El pasado mirando su futuro. Europa mirando a América. Me enriquece cambiar de perspectiva, mirar con nuevos ojos engarzados en un rostro ajeno.

Bitácora: Sintra - Cabo da Roca - Praia do Guincho

El domingo a las 11 am Lucas y Rachel pasan por mí a la plaza de la Alegría. Quieren llevarme a conocer Sintra, un pueblo en las sierras al noroeste de Lisboa. 

Allá nos vamos. Estacionamos cerca del centro histórico pero antes de recorrerlo queremos subir al Castelo dos Mouros, o Castillo de los Moros, una fortaleza construída por los musulmanes en un pico alto de la sierra. Desde allí dominaban las planicies y costas de los alrededores. Trepamos el cerro por un sendero que se inicia en Vila Sassetti, una vila de estilo lombardo en plenas serranías portuguesas, y sigue ladera arriba por entre bosques. Las vistas hacia el centro de Sintra, palacios circundantes y las bajuras y la costa alucinan. Después de un ascenso moderadamente vigoroso, el sendero nos lleva hasta la entrada del propio castillo.

Ya en su interior, recorremos la explanada y subimos a la muralla. Las escaleras de piedra son estrechas y la muralla es alta. Rachel sufre de miedo a las alturas y a medio ascenso decide bajar. Pero nos pide continuar. Lucas dice que está bien, así que continuamos mientras ella desciende a la explanada. La torre más alta realmente causa un poco de vértigo. Desde ella se domina toda la vista de los alrededores, incluyendo el cercano Palácio da Pena, romántico con su alta torre roja, en la cima de otro cerro. El viento sopla fuerte y da frío. Lucas se pregunta cuánto sufrirían los centinelas moros en las noches de invierno. Me cuenta que este castillo fue el último bastión musulmán hasta que negociaron con los portugueses y por un monto que éstos pagaron, se retiraron por mar y regresaron a África. Recorremos todo el largo de la muralla hasta el otro extremo. 

Luego bajamos de la muralla y encontramos a Rachel. Es hora de almorzar. Bajamos por otro sendero hasta el centro de Sintra y en una terraza en una de sus callejuelas nos sentamos a comer petiscos, o bocas, de culinaria portuguesa, de pulpo, bacalao y calamar, acompañados de una refrescante Imperial - no la cerveza tica, sino una cerveza rubia servida a presión en un vaso fino y alto. Empiezo a cerciorarme de que en Portugal se bebe muy bien y se come aún mejor. Además, mis amigos son generosos, pues me ceden esta silla desde la cual, por entre las fachadas coloridas y techos de teja de las casas de varias plantas, puedo ver laderas verdes y parte de la muralla del castillo. 

Tras el almuerzo, caminamos un poco y nos vamos. Quieren llevarme al Cabo da Roca, en el Parque Natural de Sintra-Cascais. Es el extremo más occidental del continente europeo. Y allá nos vamos, descendiendo por entre serranías verdes al encuentro del Atlántico. Lo visitamos, pero merece mención aparte.

Desde allí me llevan finalmente a la Praia do Guincho, una playa rodeada de dunas, un poco más al sur del Cabo. El viento allí es fortísimo. Varia gente practica el kite surfing. Si maniobran mal se los lleva el viento. Nosotros nos limitamos a tomar un café en un puestico sobre una duna cercana mientras observamos la playa y el olear incesante del verde océano.

De allí el resto es regresar a Lisboa y decirnos "até logo" en la calle Alegría, pues mañana me voy a Porto, pero regreso a visitarlos en Lisboa el próximo domingo. "Hasta luego", entonces. Son amigos generosos y cariñosos. Soy un ser bendecido y agraciado por la Vida.

Bitácora: De Belém a Cascais

José, pareja de Marisol, nos recoje en su carro frente a la estación ferroviaria de Rossio. Ésta queda en un edificio de fachada de piedra y particular arquitectura "manuelina" que a mí me parece un poco morisca y un poco gótica, osea, un mejunje, pero es atractiva en parte por ser rara.

Le estrecho la mano a José mientras Marisol nos presenta y abrazo a su hija Madalena. Y de inmediato, ya en el carro, nos dirijimos al oeste a lo largo de la ribera del Tajo, hacia Belém. Allí nos detenemos y lo primero es lo primero: a comer pastelitos de nata. Entramos a Pastéis de Belem, el establecimiento más famoso y antiguo, nos sentamos en el patio interno y pedimos un pastelito cada uno, incluyendo a Sofía, quien ya comió helado, como yo. Los viejos acompañamos el pastel con una copita de vino de Porto, apenas dulce y delicioso. 

Contentos, caminamos hasta el Mosteiro de los Jerónimos, un monasterio majestuoso, de dimensiones enormes, que a mí me parece exagerado para un monasterio pero hermoso como obra arquitectónisca. Es de noche y ha cerrado, por lo que no podremos visitar las tumbas de Camões, Vasco da Gama y Fernando Pessoa. 

En cambio, vamos hasta la Torre de Belém. Sus fundamentos se encuentran en el propio río Tajo. Es una torre fortificada, de piedra, construída a principios del siglo XVI, que protegía el puerto de Lisboa. Esta noche es un campo de juegos para las niñas. Sofía y Madalena corren juntas hasta la playa frente a la torre y juegan a llegar hasta la orilla y luego correr por la arena huyendo de las leves olas de la desembocadura del Tajo que mueren allí. Hay tres medusas muertas en la playa y las chiquitas también juegan a pisarlas con sus tenis y salir corriendo. A ambas las han ortigado medusas y saben que arde mucho. Eso me cuentan. Yo piso también la arena y escucho el suave canto del oleaje mientras miro la torre iluminada y el fluir de las aguas.

De allí vamos al Padrão dos Descobrimentos, un monumento a la era de exploraciones marítimas y "descubrimientos" de los portugueses. El monumento está rodeado de andamios por obras de restauración. Pero la plaza al frente despliega en el piso un mapa de las exploraciones navales portuguesas, con las fechas en que llegaron a distintos puntos del orbe, en América, África y Asia. Es realmente impresionante lo que hicieron aquellos navegantes: zarpar desde aquí y navegar por el Atlántico para llegar al Pacífico y al Índico.

Y yo, exhausto y agradecido, pensé que acá terminaba nuestra jornada. Son casi las 11 pm. Pero Marisol le pregunta a José si vamos a Cascais y él, gentil, dice que sí. Entonces nos vamos bastante más hacia el oeste, al pueblo de Cascais en un extremo de esta península. Es hermoso. Sus casas son lujosas pero no ostentosas, me parece. Y en el centro hay muchos bares y restaurantes con terrazas agradables. Hay bastante movida a medianoche. Eso sí, abundan los ingleses. Los evitamos y vamos a la playa. Y allí, en una playita de arena blanca bañada por el Atlántico, acaban mis descubrimientos del día. 

Lo que resta es regresar a Lisboa y despedirme de mis amigos, sobre todo de Marisol, dándoles un fuerte abrazo en la calle Alegría. Cuano se alejan en carro, Marisol me sonríe y Sofía parece triste, pues alza sus cejitas y las junta mientras me dice adiós con su manita.

Bitácora: Lisboa, de Amoreiras y Estrela a Graça

Habiendo recuperado mi pasaporte y dinero en la delegación de policía del Largo do Rato, Marisol sugiere que subamos hasta la Praça das Amoreiras. Las amoreiras son árboles asiáticos que hospedan al gusano de la seda, pero no sabemos su nombre en castellano. En la tranquila placita abundan y dan sombra. Al lado pasa el antiquísimo acueducto romano sobre los altísimos arcos de piedra. De allí caminamos al Jardín de la Estrella, un bello parque urbano. Un titeretero nos invita a ver su obra para niños y Sofía se interesa. El titeretero nos pregunta de dónde somos: ellas de Venezuela y yo de Costa Rica. Me cuenta que recorrió desde México hasta Panamá por tierra, haciendo teatro callejero de títeres. Entonces nos sentamos en el zacate a esperar y poco a poco se acercan más chiquitos y chiquitas con sus padres. Ya inicia la obra: representa una tourada o corrida de toros a la portuguesa. No hay matador ni se mata al toro, sino que una banda de toreros lidian con el animal pero a las bromas, retándolo para después agarrarle el chifre o jalarle el rabo. Los chiquitos se ríen con las peripecias de los toreros y el toro. Eso me hace reír. 

Del jardín vamos a la Casa de Fernando Pessoa. El guía nos explica que es la última casa donde vivió el poeta, hoy convertida en museo. Tiene en su acervo la biblioteca personal de Pessoa y conserva su último dormitorio, austero: cama individual, mesita de noche, escritorio y una réplica de su baúl. Se muestran algunos documentos, como el sobre donde su madre conservó el primer cabello que le cortaron y el folio donde escribió su última oración antes de morir en el hospital, de pancreatitis, a los 47 años. Escribió la oración en inglés el día antes de morir: I know not what to-morrow will bring. Ninguno de nosotros sabe, Fernando, lo que mañana nos traerá. A vos te trajo la muerte o el descanso. 

De la casa museo Pessoa bajamos a la Basílica de la Estrella, frente al jardín, y esperamos el eléctrico o tranvía 28, que nos llevará hasta el barrio de Graça. Pasa llenísimo y entramos apretados. Pero esto hace el descenso empinado al barrio de Santos más emocionante. El tranvía va "hasta el bote", osea, repleto, y me acuerdo de mi abuelo Hernán que contaba historias de cuando tomaba el tranvía San José - Guadalupe el siglo pasado y se guindaba como podía para no perderlo cuando pasaba lleno. Este eléctrico 28 pasa por barrios pintorescos, de casas coloridas, muchas de tres plantas con balconcitos en los dos pisos altos.

En Graça nos bajamos del tranvía. Hoy nos hemos saltado el almuerzo y el café, por lo que decidimos ir directo a cenar a un restaurante de comida tradicional portuguesa, aunque no sean ni las 7 pm todavía. De hecho somos los primeros comensales de la noche. Pero el mesero nos atiende muy amablemente, como lo hacen todo los lisboetas, según parece. Pedimos un robalo a la parrilla con papa y brócoli y una massada de mariscos, una pasta ensopada en salsa a base de tomate. Entre los tres nos comemos los dos platos y son una delicia. Marisol y yo los acompañamos con un vino blanco de la casa.

Luego de la cena, caminamos tranquilos hasta la Rua Augusta, un paseo peatonal que sube desde el arco de la Plaza del Comercio frente a la ribera del Tajo hasta la plaza Rossio. Es un paseo comercial, hermoso, adoquinado con la piedra blanca y negra que caracteriza las aceras y plazas lisboetas y quizá portuguesas. En el medio hay mesitas de muchos restaurantes y comensales complacidos. La gente camina contenta y pausada. 

Sofía quiere un cono de helados Amorim. Entramos a la heladería y se decepciona al ver que no pido un cono. -¿No vas a comer uno?-, me pregunta y frunce el ceño moreno. ¿Cómo le explico que no como lácteos a esa chiquita sensible y tranquila, que nos ha acompañado pacientemente todo el día? Pido el cono. Lo sirven con los sabores dispuestos como pétalos de flor sobre el cono. Es una presentación atractiva. Y Sofía se queda contenta.

Chupando el helado, subimos hasta la plaza del Rossio. Allí encontraremos a José, el compañero portugués de Marisol.

Ángeles lisboetas en mi camino

Me despierto el sábado, me ducho y desayuno. Luego me preparo para salir a encontrar a Marisol, mi amiga venezolana, y su hija Sofía, en el bulevar de la avenida Liberdade. Busco mi pasaporte y billetera y no los encuentro. Busco y rebusco: los he perdido. Pero ¿cómo? Suave. Calma. Pensemos.

 Salgo a la avenida, abrazo a Mari y Sofía, y conversamos a la sombra, en una banquita del bulevar. No nos vemos hace más de diez años. Y justo tengo que decirle: -Mari, acompañame en la búsqueda pues perdí mi pasaporte. Tengo que deshacer mi recorrido de anoche pues al salir de casa de mis amigos aún lo tenía-. 

Ella se preocupa, entonces ni menciono mi billetera. Yo estoy más perplejo que alarmado. Se me ocurre que al pagar una botella de agua en un abastecedor en el Largo do Rato se me hayan caído, porque luego recorrí la calle de la Escuela Politécnica hasta el Mirador de São Pedro de Alcântara para mirar la ciudad de noche y el castillo iluminado en los cerros al frente, pero en el trayecto nadie me habría podido bolsear por descuido. Ni tampoco hubo un posible carterista al bajar a lo largo de los rieles del tranvía que desciende del mirador hasta Liberdade, ni en el corto camino de vuelta a la Praça da Alegria. Tiene que haber sido en Rato. Yo andaba exhausto ya por el viaje transtlántico, sin dormir y con jetlag.

Así que subimos las cuestas hasta Rato. Pregunto en la tiendita donde compré el agua, pero el dependiente indio, el mismo de anoche, no encontró nada. Entonces voy a la delegación de policía, esperanzado. La Esquadra da Polícia se encuentra en un edificio de fachada rosada. Entro y le explico a un policía joven, alto, flaco y moreno mi situación. Pregunto si alguien ha devuelto un pasaporte. No. Pero nos escucha su colega, más viejo, bajo y grueso. Me pregunta: -¿Cuál pasaporte?-. Y le doy mis datos. -¿Solamente?-. Le respondo: -No. Mi billetera también- y le describo los contenidos. Saca una llave, abre una puerta trancada, saca un sobre y me pregunta: -¿Son estos?

Sí. Aleluya. Le doy la mano y le agradezco, y al moreno también. Han sido gentiles y atentos. Mari me abraza. Y yo le doy gracias a mis desconocidos ángeles lisboetas. Se encontraron mis documentos y dinero y los devolvieron intactos e íntegros. 

Desde ahora y por siempre, agradeceré a la gente de Lisboa. Y la querré, pues cualquier lisboeta que me cruce por la calle y por la vida, podría ser el ángel que cuidó mi camino. 

Gracias, lisboetas amables y generosos. Ahora puedo continuar mi camino con Marisol y Sofía por  bella ciudad.

domingo, 25 de septiembre de 2016

Bitácora: Lisboa, de Chiado al Castelo São Jorge y de vuelta

Me encuentro con Rachel a la salida de la estación de metro en el paseo de Chiado. Mientras la espero observo la estatua de Fernando Pessoa tomándose un café en la Brazileira, una cafetería típica de Lisboa que el poeta frecuentaba. Pero ya sube Rachel. Nos sonreímos y abrazamos. Nos vimos en junio en Río de Janeiro y ahora mi amiga carioca es una aspirante a lisboeta. Ha venido ha hacer un posdoctotado en la U Nova de Lisboa. Así que será mi guía. Son pasadas las 2 pm del viernes y quiere llevarme a almorzar a un restaurante de "freiras" (monjas). Allá me lleva pues el precio es módico, la comida rica, y el comedor tiene una terraza. Pedimos un pastel de bacalao con ensalada y salimos a la terraza. Desde allí observamos el río Tajo, la península en la otra ribera, la desembocadura en el Atlántico y los dos puentes que atraviesan el río. Nos ponemos al día con esa vista de escenario. 

Pero el sol arde y es mejor no demorarnos con tertulia de sobremesa. Salimos y descendemos hasta Cais de Sodré y caminamos a lo largo del paseo de la ribera del Tajo, corriente arriba. Reconozco la amplia Praça do Comercio con su monumento ecuestre y edificios circundantes. Continuamos por el frente del río pero eventualmente viramos a la izquierda y empezamos a subir cuestas. Ladera arriba se encuentra el Castelo de São Jorge. Pero en los recovecos y calles retorcidas del antiquísimo barrio de Alfama nos perdemos varias veces, incluso en callejones sin salida. Sin proponérnoslo damos con la Catedral de San Antonio, llamada . Ya subiendo vemos la iglesita de Santa Luzia, tan pequeñita y blanquita, con veraneras lila al lado y azulejos antiguos adornado una pared exterior. Del mirador se ve el Tajo azul y las fachadas blancas y techos de teja roja de las casas en barrios más bajos.

Seguimos desorientados. Sin embargo, preguntando a los lugareños eventualmente llegamos al castillo en lo alto del cerro. Lo construyeron los moros cuando dominaban la península Ibérica. Hoy hay que pagar incluso para recorrer las murallas. Antes sólo se pagaba para ingresar al interior más fortificado, creo, pues cuando estuve no pagué nada. Pero no importa. Entramos, recorremos la explanada, y desde las murallas observamos aún mejor el Tajo y su desembocadura y muchos barrios de Lisboa. 

En realidad todo está cerca. Reconozco el Jardín Botánico y la Avenida Liberdade y ubico mi hospedaje aproximadamente. Es hermoso el paisaje lisboeta en sí, con sus plazas, monumentos, obeliscos, iglesias, torres y barrios tan blancos. Recorremos también el interior fortificado, imaginando su antigua función militar. Nos gusta más como mirador. 

Satisfechos, descendemos por las callejuelas de Alfama con sus casitas pequeñas y antiguas, muchas con fachadas de azulejos, todas amontonadas. Pero Rachel descubre un elevador y bajamos varios niveles de la ladera sin recorrer vericuetos. Yo la sigo y no sé cómo vamos a dar a la plaza con el monumento a Pedro IV. Tiene dos fuentes enormes de hierro forjado con estanques circulares. Recuerdo que acá también estuve. Es la plaza de Rossio.  Es adoquinada en blanco y negro, con el diseño de olas que también tiene el paseo de Copacabana en Río de Janeiro. En la plaza hay grupos de jóvenes universitarios lisboetas, vestidos de traje entero negro, camisa blanca, y corbata y capa también negras. Le cantan de rodillas a unas muchachas. Es el inicio del año univeristario.

 Rachel me continúa guiando y me lleva de vuelta al paseo o "largo" de Chiado. Subimos por un paseo peatonal en el cual se encuentra la librería Bertrand, la más antigua del mundo aún abierta, fundada en 1732. Su interior consiste en una serie de galerías con techos en arcos que se encuentran, romanescos o góticos, no sé. Ojeamos libros por el placer de estar allí. Luego salimos, terminamos de subir el paseo y llegamos de nuevo a la cafetería Brazileira. 

Hemos recorrido bastante de Lisboa en una tarde agradable. Complacidos, nos vamos en metro hasta Rato. Allí encontramos a Lucas, Romina y Ana María. Y en la terraza de su casa, en un cuarto piso, vemos el atardecer, cenamos, tomamos cerveza portuguesa Sagres y damos gracias por el buen día y los amigos. Terminamos la velada bajo las estrellas de media noche. Me despido y desciendo laderas hasta mi calle de la Alegría a dormir.

Contrastes de sombras y luces en Lisboa

El único día que estuve en Lisboa antes, fue a principios de un diciembre hace muchos años. Hacía frío, el cielo gris, y una neblina densa cubría la ciudad. Pero no me parecía sombría sino misteriosa la ciudad. El centro era atractivo, parecía un poco decadente pero tenía carácter. Según he sabido ahora, en Lisboa casi siempre brilla el sol. Y por lo que he percibido desde el primer día, ha experimentado un renacimiento urbano, mezcla quizá del ingreso a la Unión Europea y el aumento del turismo. Muchos edificios de los siglos XVIII y XIX lucen renovados, algunos con fachadas coloridas, generalmente amarillas. Y en la ciudad prima la luz. Pero tanto en las frías sombras de ayer como en las cálidas luces de hoy, me ha cautivado.

Llegar a Lisboa

Viernes, antes del mediodía. Al aproximarnos a Lisboa para el aterrizaje, observo el enorme océano Atlántico y me parece imponente. Lo hemos atravesado en pocas horas por aire. "¿Cómo sería atravesarlo en barco?" La desembocadura del río Tajo parece una herida que corta el continente europeo. Y ya aparece Lisboa, ciudad blanca y luminosa bajo cielo completamente azul. Es hermosa. 

Después de los trámites de migración en el aeropuerto salgo, busco el metro, compro mi boleto y voy haciendo las conexiones hasta la estación Avenida, línea azul. Voy un poco cansado pero observo a la gente: seria, tranquila, cortés. Es mediodía pero el ritmo es sosegado. 

Ya en mi estación emerjo a la Avenida Liberdade y me encuentro una plaza agradable, empedrada de blanco con algunos detalles negros. La cubren árboles que reconozco, London planetree, de corteza exfoliante y hojas anchas con varias puntas. El sol es radiante pero el follaje crea claroscuros verdinegros y atractivos con trasfondo azul y sombras deliciosas. Vendedores de antigüedades y artesanías han montado sus mesitas a lo largo de la plaza. 

Me oriento y subo a la Praça da Alegria, hermoso nombre para una placita cubierta también de árboles, pero de diversas especies. Uno tiene flores de pétalos largos y puntiagudos, otro flores de enormes y anchos pétalos blancos. Hay una fuente de hierro forjado y un estanque circular en el medio. El sonido del agua relaja. 

En una esquina de la plaza hay una cafetería que se llama...Brooklyn. ¡Salí de Brooklyn para llegar a Brooklyn...en Lisboa! 

Subo por la asoleada y empedrada Rua da Alegria hasta mi apartamento de hospedaje. Me gusta esto de hospedarme en una calle cuyo nombre invita el bienestar.

Lisboa: blanca, luminosa, soleada y con una calle llamada Alegría. He llegado a un buen lugar.

miércoles, 21 de septiembre de 2016

Volver a Lisboa

La primera vez que estuve en Lisboa, me quedé menos de veinticuatro horas. Un grupo de compas de la U estábamos de mochileros en Madrid. Nos encantaba, pero B. y yo queríamos conocer Lisboa también y teníamos un pasaje de Eurail. Una noche nos montamos juntos en el tren en Madrid y amanecimos en la capital portuguesa. Fue antes del euro, por lo que teníamos que cambiar pesetas o dólares a escudos. Pero llegamos tan temprano que ni siquiera habían abierto los bancos. Salimos de la estación de tren sin desayunar y sin mapa, a vagar por Lisboa. 

Pasamos el día errando por allí, entre plazas, callejuelas y cuestas empinadísimas. No recuerdo cómo, pero sin planearlo ni saberlo fuimos a dar al Castelo de São Jorge. En sus murallas nos quedamos largo rato, dejando que nos calentara el sol y viendo la ciudad y las aguas. A B. le robé un par de besos en la muralla, pero ella quiso que se los robara. Luego continuamos vagando por la ciudad. No recuerdo detalles, sino sensaciones: placidez, libertad, extrañamiento, curiosidad, embelezamiento. 

Al final ni siquiera cambiamos dinero. Las comisiones del cambio eran demasiado altas para cambiar unos pocos dólares. Comimos de las provisiones que ya llevábamos en nuestros salveques, pan o galletas y queso supongo. No nos montamos en bus ni en metro, ni compramos media copa de vino ni café. De por sí estábamos quebrados. Éramos mochileros. Sólo caminamos y nos sentamos en fuentes en medio de plazas y en bancas en los interiores de iglesias. Y yo le robé más besos. En la plaza, no en la iglesia. Y no por religioso, sino para que no me acusaran de atropello cultural.

Esa noche, nos montamos exhaustos pero felices en un tren de vuelta a Madrid. Así nos ahorramos dos noches seguidas de hotel. En términos financieros, fuimos los dos peores turistas de toda la historia de Portugal. No gastamos ni un centavo de escudo. 

Pero en términos de alegría de vivir, sentir y explorar sin necesitar del dinero, creo que nadie en Lisboa ha disfrutado más que nosotros de veinteañeros, un poco aventureros y atrayéndonos. Ni nadie ha querido tanto regresar a Lisboa como B. y yo. Ella ya no puede ir. Tiene una hija en Arkansas. Pero yo mañana por la noche abordo el avión y, después de tantos años deseándolo, espero que la Vida me permita aterrizar en Lisboa. Esta vez me esperan buenos amigos.

martes, 20 de septiembre de 2016

Un refugio en la casa esquinera de Colonia del Río

Sigo despertando de madrugada o ya de mañana y recordando mis sueños. Mi inconsciente quiere decirme algo. Creo que está procesando cosas que no estoy pensando conscientemente.


Viajo en bus de San José a San Isidro de Peréz Zeledón. En pleno Cerro de la Muerte, la carretera se ha lavado por las lluvias y es pura piedra y barro. Los pasajeros nos bajamos del bus. No conozco a ninguno. Caminamos de frente. Pero encontramos un cañón profundísimo por el que corre un río crecido y el puente ha caído arrastrado por el torrente. Es la Cordillera de Talamanca, pero el paisaje que veo del otro lado del cañón parece de las Rocallosas en Colorado u Oregon: montañas con paredes de piedra maciza descubierta y bosques de coníferos. Me acerco al borde del precipicio y escalo por la pared de piedra para ver mejor el paisaje. Cuando he subido a un punto alto, no puedo volver a bajar. Quiero hacerlo pero no puedo. La única opción sería lanzarme de clavado al río. Me siento atrapado. Entonces me despierto.
  

Voy en bus del centro de San José hacia Guadalupe. Cae un aguacero torrencial, un diluvio tropical. No llevo paraguas ni impermeable ni nada. Por algún motivo, debo bajarme inmediatamente después del Centro Comercial de Guadalupe, frente a la panadería colombiana que hay allí hoy en día. Me bajo y pienso que me voy a empapar bajo el baldazo. Pero corro rapidísimo hasta la esquina de la entrada al barrio Colonia del Río y tocó el timbre de la casa de mi abuela Dora. Es la misma casa de madera, de dos pisos, pero no está pintada de blanco, como cuando ella vivía allí, sino de verde, como la pintaron los mercaderes de hoy. Y sin embargo, cuando toco el timbre, me abre mi abuela Dora. Se ve igual en mi sueño que la última vez que la vi en vida: rizos canosos, tez blanca, vivaces ojos gatos, sonrisa amplia. Viste una colorida bata de estar en casa sobre su vestido y pantuflas cómodas. Entro a la sala de su casa y me sonríe como siempre. Se da vuelta para buscarme una toalla en el baño del primer piso. Entonces me despierto.

viernes, 16 de septiembre de 2016

Decirle "¡Sí!" a la Vida en una noche brooklyniana

Delicia: Zambullirme en la piscina del YMCA a las 10:11 pm y nadar un kilómetro con brío, sintiéndome leve. Salir del agua y relajarme más con un baño de vapor y una ducha. Luego caminar a casa despacio y tranquilo en la noche fresca, bajo el cielo despejado con su luna prácticamente llena, escuchando a Marisa Monte cantar "Três Letrinhas": É minha canção resto de oração que fugiu da igreja, não quis mais do vinho, foi tomar cerveja, voltou ao jardim, e está esperando gente que só disse sim. En una noche como esta a la Vida hay que decirle: ¡Sí!

jueves, 15 de septiembre de 2016

Soñando con un "road trip" por la Yunai

El lunes de madrugada, cuando me despertó el catador de reciclaje del barrio, estaba soñando con mi viejo carro, un Honda Prelude color verde bosque. Desde que lo vendí y me vine a Nueva York, no tuve carro nunca más. Prefiero esa libertad de no ser dueño ni tener que asegurar un carro y usar otros medios de transporte. Pero la película Captain Fantastic me revivió el sueño de hacer un road trip por las Dakotas, Montana, Oregon, California, Nevada, Utah, Arizona y Nuevo México. Eso me llevo a recordar el Prelude que compré en Luisiana, manejé a 150 kilómetros por hora hasta Pensilvania, y luego me llevó a tantas aventuras por el noreste, norte y medio-oeste de la Yunai. Yo de hecho lo llamaba Rocinante, pero en secreto, para no hacer el ridículo en público. Es más, en ese Rocinante seguí a una Dulcinea por Washington D.C. y Columbus, Ohio.

En el sueño, había recuperado mi Prelude. Ya estaba viejito el Rocinante, un "clásico" digamos, y entonces mi Tata estaba ayudándome a restaurarlo. En realidad, lo arreglaba él y yo le ayudaba. Luego lo íbamos a probar. Manejaba él. El paisaje era Pensilvaniano: probábamos el Prelude en carreteras rurales, llenas de curvas, entre montañas antiquísimas erosionadas y disminuidas a la altura de cerros bajos, pero cubiertas de bosque. El Prelude respondía: aceleraba con potencia al subir las pendientes, se agarraba riquísimo al asfalto en las curvas y se disparaba en las rectas. En una cuesta empinada y en curva, me desperté. Pero creo que algo ha sanado en mi interior porque sueño con adentrarme en la Yunai. Llevaba años queriendo alejarme. 

Tengo amigos en Montana, Oregon y Nevada. Quizá sea hora de inventarme un road trip. Justo un capítulo de mi libro por publicarse, Sauntering in America, es sobre mis primeros road trips en la Yunai. Por lo pronto, puedo seguir soñando.

De Vigo a Pontevedra en dos conversaciones

A la hora del almuerzo, entre clases, aprovecho para conversar un poco con una amiga de Vigo. Nos ponemos al día. Son muchos años de amistad y en la conversación hay alegría. Doy las clases de la tarde contento y al terminar no voy a nadar sino que me voy directo a Fort Greene. Como rapidito un plato de hummus, baba ganoush y tabule en una sodita griega y me voy directo al Harvey Theather de BAM. Esta noche es la primera función de Phaedra(s), con Isabelle Huppert en el papel principal. Ya sé que va a ser devastador. Pero el destino me tiene una linda sorpresa. Me siento en mi butaca y escucho que las dos mujeres a mi izquierda hablan castellano. Son españolas pero me llama la atención su acento. ¿Será? Decido investigar.

  --¿Ustedes son de España? --les pregunto sin rodeos.
  --Sí, ¿y tú? --me responde la más joven.
  --De Costa Rica, de San José. ¿Y de dónde en España? --, pues es lo que me intriga.
  --De Galicia --responde de nuevo la muchacha. 

"Ajá. Yo sabía", pienso, y me congratulo yo mismo. Sigo:

   --Ah, yo tengo una amiga de Vigo, justamente conversé con ella hoy. 
   --Nosotras somos de Pontevedra. Aunque bueno, yo vivo acá en Brooklyn, mi madre ha venido de visita --me dice de nuevo la chica. Y nos decimos los nombres. --¿Y tú vives aquí?
   --Sí, en Windsor Terrace.
   --Ah sí, yo vivía allí, en la calle 17 con avenida 10.
   --Mira vos, pues yo vivo una cuadra más abajo.

De allí la conversación fluye como río por su cauce. Aunque se ha mudado de casa, aún somos vecinos en Brooklyn. Me cuenta que estudió filología francesa y luego española en Santiago de Compostela, hizo un máster en literatura comparada allí mismo, y luego vino becada a Nueva York para hacer un doctorado. ¿En cuál universidad? Pues justamente en CUNY. Le cuento que estuve en Galicia, justo en Vigo y cercanías, y con mis amigos conocí Santiago (ella estaba allí ese año), las espectaculares islas Cíes, y paseamos hacia el sur por la costa hasta la frontera con Portugal. Entre una cosa y otra me cuenta que además de Santiago a ella le gusta mucho Vigo, aunque en realidad hay rivalidad con Pontevedra. 

    --¿En serio? --le pregunto. --Yo no sabía. Quizá porque mi amiga tiene mucho vínculo con Pontevedra también.
    --Sí, hasta en el fútbol. Los equipos se odian, aunque la verdad es que nosotros nos existimos, pero igual.

Y por ahí vamos conversando, hasta que inicia la función. Ella y su madre tienen un desacuerdo sobre el talento de Isabelle Huppert. Pero la interpretación de Fedra es avasalladora. Durante el intervalo me dice que ya no hay duda, la discusión se ha dirimido y Huppert es gran actriz. 

Al final nos despedimos con buena vibra. Y yo pienso que del almuerzo a la cena, salí navegando por la Ria de Vigo, rodeé las islas Cíes, entré a la Ria de Pontevedra y desembarqué.

martes, 13 de septiembre de 2016

Eid al-Adha en la avenida Coney Island

Cuando me voy del campus ya ha oscurecido y tres cuartos de luna brillan en el cielo. Ya he dado tres clases y nadado. Es hora de ir a casa. La noche es fresca y relaja. 

Cuando llego a la parada del bus B68 en la intersección de las avenidas H y Coney Island, me encuentro con dos mujeres jóvenes, musulmanas, vestidas con elegantísimas abayas negras de abalorios plateados cubriéndoles la ropa y hijabs también negros a modo de velo sobre el cabello. Una de ellas lleva un litam negro cubriéndole el rostro, lo cual resalta su ojos oscuros y almendrados. Elaboradas decoraciones de henna, con figuras de flores y arabescos, les cubren las manos. 

Pasa el B68 y nos montamos. Viene lleno de mujeres musulmanas vestidas elegantemente por la fiesta de Eid al-Adha. Conmemoran la fe de Ibrahim, quien estuvo dispuesto a sacrificar a su hijo Isaac por obediencia a Dios.

Dependiendo de su lugar de origen, las mujeres llevan distintos estilos de ropas. Me esfuerzo pero me cuesta distinguir procedencias específicas. Sin embargo en general reconozco que algunas proceden de la Península Arábica y Oriente Medio; dos señoras, por sus rasgos, me parecen más bien del centro de Asia, quizá de Kazajistán o Uzbequistán; y otras mujeres, con sus hijas, del sur de Asia, sobre todo de Bangladés. Éstas llevan los colores más fuertes y vivaces, pero hay una muchacha árabe que viste una abaya de rayas turquesa, gris, púrpura y celeste impresionante y su amiga lleva un hijab escarlata que parece de seda brillante. 

Todas van elegantes y se han tatuado con henna. Todas se bajan en las paradas cercanas a Church Avenue. Cuando el B68 llega a mi nuevo barrio, Windsor Terrace, ya no queda ninguna. ¡Hay días que extraño Kensington! Me gustaría visitar a mi amigo Fatmir, y su familia, para desearles una feliz fiesta. Seguro esta noche celebrarán juntos. A menudo compartían los platillos conmigo.

Mientras camino a casa me pregunto donde estarían los hombres. ¿Quizá a esa hora estén en la mezquita? No lo sé. 

Sé que éste es el espíritu de Brooklyn que me gusta, el que me llega y me alegra.  En mi corazón les deseo a mis amigos y estudiantes: ¡Eid Mubarak!

domingo, 11 de septiembre de 2016

Música animista marroquí en la madrugada del 11-S

Salí en noche de sábado para escuchar joropo, música de los llanos venezolanos, en versión de Joropo Jam, con un amigo venezolano y una amiga peruana. Pero algo que me gusta de Brooklyn es que podés acabar la noche escuchando música marroquí con una amiga nicaragüense y otra puertorriqueña, sin esperártelo, mucho menos planearlo. En este caso, era música animista del sur de Marruecos interpretada por Innov Gnawa, cuyo propósito es inducir el trance. Y para recibir el 11-S te ves rodeado de gente asiática, africana, angloamericana, europea y latina que quiere quererse, no matarse, que quiere reírse y bailar junta, no tirarse bombas, que sabe que lo mismo duele un muerto en Iraq, Afganistán, Siria, Paquistán o Yemén que en París o Nueva York, que quiere amarse como la inmensa mayoría de la gente. Y no nos molesta que la música invoque a Alá, el mismo que todos los que hablamos español invocamos cuando decimos "ojalá" y "machalá", el mismo que otros llaman "Jehová" o "Dios" o "God". El que debería unirnos, no dividirnos, incluso a los que no pensamos en un "Él" ni en una "Persona" pero sí en el Amor y la Vida. Lo que nos importa a los que escuchamos la música es que todos somos gente, gente que nace sin bandera ni religión, gente que sin bandera, ni religión, ni cuenta bancaria, ni deudas, ni bienes, regresaremos a nuestro origen cuando pase nuestra vida, breve como hojita de zacate, tenue como hoja de aire.


sábado, 10 de septiembre de 2016

Sueños: ¿Temas pendientes de una vida peripatética?

He estado soñando mucho. O mejor dicho, he estado recordando mucho lo que he soñado. Creo que es porque acá, al norte del Trópico de Cáncer, la luz matinal se intensifica muy gradualmente y por ello mismo salgo del sueño poco a poco. O quizá sea simplemente porque he estado muy cansado y me cuesta despertarme de una vez. Me espabilo gradualmente. Sea como sea, sueño mucho con Costa Rica. 

Hace un par de madrugadas soñé que me topaba en el barrio con mi vecino Francis. Justo el sábado antes de venirme a Brooklyn, sacando el carro de mi hermana de nuestra cochera, no vi el carro de él mal estacionado en la calle y choqué. Apenas le dí un toque, pero el carro de Anto es como un tanque, y le arrugé el cajón al de Francis. Arreglamos el asunto tranquilos, quedando pendientes algunos trámites del seguro, pero yo me vine con la sensación de haber dejado asuntos sin resolver. Además, ese sábado iba sacando el carro para ir a la Feria Verde de Aranjuez. Me quedé sin ir a comer picadillo de arracache, comprar un instrumento artesanal de percusión que quería, tomar café Taza Amarilla, comer helado de paleta y ver a Jahel para despedirme.

Otro día soñé que desde la ventana de mi casa, no sé cuál ni adónde, veía un humedal de aguas cristalinas, rodeado de selva tropical, y con peces multicolores nadando en el agua. Llamaba a mis papás para que lo vieran, por lo que supuse que estaba en nuestra casa, o alguna otra casa, en Costa Rica. Pero ellos no venían y luego me di cuenta de que era porque no me salía la voz al llamarlos. Me desperté sin poder mostrarles lo que observaba.

Esta mañana soñé que estaba en una función de Panorama desde el puente en el Teatro de la Aduana. En julio y parte de agosto acompañé algunos ensayos y bastantes funciones del montaje de la CNT - Teatro Universitario dirigido por Tatiana de la Ossa. Pero a mediados de agosto me vine a Brooklyn y lamenté perderme las últimas funciones, sobre todo la última. Anto la vio y me contó que estuvo muy emotiva y el público aplaudió de pie. Y Moy me dijo que Tatiana le pidió a los actores que encontraran momentos para despedirse de los otros personajes y surgieron bellos detalles espontáneos.

En el sueño, yo estaba en medio escenario, pero no actuando sino viendo la obra como espectador, así no más, sin preocuparme si estaba estorbando a los actores o al público. Pero de repente Bea, el personaje, se ponía a conversar conmigo y sin mayor transición ya no estábamos en media obra sino que nos íbamos varios caminando del teatro a un restaurante, y Bea ya no era Bea sino Ana Clara, y Edi ya no era Edi, sino Antonio, y así. Pero llegábamos al restaurante y estaba lleno y ya no había mesas ni comida. Y me desperté.

El profeta Daniel interpretaba sueños. ¿Alguien que me interprete los míos?



viernes, 9 de septiembre de 2016

Dos momentos con la garota brasiliense

Nos conocimos hace dos años en un congreso en Lowell, Massachusetts, en las afueras de Boston. Había viajado desde Brasilia, donde cursaba la maestría. Congeniamos y pronto nos hicimos compas de almuerzos y cervezas. Era simpática, sonriente, fotógrafa profesional y talentosa, estudiante de comunicación y muy pura vida. Casualmente, después del congreso visitó Nueva York y nos encontramos un mediodía para almorzar en un vegetariano en Greenwich Village y caminar por allí. El tiempo fue corto pero disfrutamos. Después mantuvimos el contacto, pero nos costó reencontrarnos. En junio incluso viajó a Río de Janeiro un par de días después de que yo me fui. Pero hace pocas semanas me dijo que regresaba a Nueva York para el matrimonio de su primo y me preguntó si coincidiríamos aquí. Milagro: ¡sí!



Martes. Nos encontramos en Union Square y nos abrazamos. Ya no lleva corto el pelo crespo y castaño, sino por los hombros, y sus cachetes parecen más redondos y contrastan más con la nariz afilada. Pero es delgada y está tan blanca como siempre, herencia de su papá gringo, pues su madre brasileña es morena. Me cuenta que ha terminado la maestría y trabaja como fotógrafa en Brasilia y como profesora de cinematografía en Río. El golpe político la ha entristecido y se siente extraña lejos de Brasil en este momento importante. Vive con su enamorada desde hace un año en un apartamento delicioso en un edificio con huerta comunitaria. Por eso se complica su posible mudanza a Río. Sonrío para mí y pienso: "Ese rollo me lo sé de memoria. Que la Vida a vos sí te favorezca". De verdad le deseo el bien. Después de deambular por Greenwich Village le pregunto qué quiere hacer y me dice que escuchar jazz en el Blue Room. Estoy a punto de decirle que el antiguo bar de los grandes del jazz como Gillespie y Coltrane ahora es una trampa para turistas y que el mejor jazz se escucha en otros bares, incluso en sótanos en el mismo barrio de la Village, cuando me dice que su papá frecuentaba el Blue Room en su adolescencia y a ella le gustaría imaginarlo allí. Ante tal expresión de amor por su padre, no me queda argumento. Trago grueso y nos vamos al Blue Room. Como siempre, es un atraco. Pero al menos compartimos mesa con una escocesa y tres gringos (padres e hijo) muy buena gente. Y el pianista McCoy Tyner y su cuarteto son realmente buenos. Lo mejor para mí, sin embargo, es que Emília disfruta la experiencia al máximo, así que me quedo contento cuando nos despedimos en la estación de Christopher Street.
   

Jueves. Nos encontramos en la reinauguración de la galería de la Brazilian Endowment for the Arts en la calle East 52 de Manhattan. La muestra de arte decepciona pero hay un excelente guitarrista tocando música de Tom Jobim y João Gilberto. Y conocemos a Loy, un señor de Singapur que habla español y está estudiando portugués, pues trabaja de voluntario ayudando a inmigrantes brasileños en la región metropolitana. Y BEA tiene una excelente biblioteca de literatura brasileña que comparte con el público, así que valió el boleto ir. Pero pronto nos desmarcamos. Estamos en un barrio japonés, así que la llevo a Riki, una izakaya tradicional en la calle East 45. Meseras, baristas y chefs nos reciben con el tradicional "Irasshaimase" y de ahí en más la experiencia es japonesa. Nos sentamos en la barra y comentamos el menú cuando el señor japonés al lado nuestro se emociona y nos pregunta en portugués si necesitamos ayuda. Nos sorprende y conversamos. Watanabe vivió cinco años en São Paulo, del 2010 al 2015, y luego vino a Nueva York. Pero extraña Brasil, como su hija: la comida, la gente. ¿Quién hubiera dicho que nos toparíamos con un japonés de corazón brasileño? Nos distraemos conversando y cuando llega por cuarta vez la cortés mesera, pedimos la orden sin haber escuchado las sugerencias de Watanabe. Igual, los edamame, los vegetales gratinados, los fideos udon, la macarela a la plancha y los onigiri de salmón están deliciosos. Yo los acompaño con una jarra de Kirin Ichiban bien fría. Emìlia ya no toma, apenas me pide un sorbo de mi cerveza para probarla. Mientras comemos, me cuenta que está estudiando mandarín y ha continuado su práctica del taichi. Ahora es algo esencial en su vida, no esporádico. Yo le cuento un poco de mis experiencias en el Japón, incluyendo anécdotas, como la vez, al principio, cuando no sabía leer nada, que entré a un restaurante en Tsukuba y pedí fideos soba japoneses sin darme cuenta que era un restaurante chino. ¡Qué vergüenza! Esa misma tarde me puse a estudiar para poder leer, por ejemplo, "Restaurante Chino". Se ríe cuando le cuento. Al final, entre Watanabe hablándonos portugués, la mesera filipina hablándonos en español y los comensales hablando en japonés, se nos ha olvidado donde estamos. Cuando salimos, una media luna enorme domina el cielo de Manhattan. Mirándola caminamos hasta la estación de trenes Grand Central. La llevo a que conozca el salón principal y dice que lo reconoce de cintas y fotografías. Es realmente hermoso. Tiene sus detalles esta ciudad. Cuando nos abrazamos para despedirnos, me agradece por haberla llevado al Japón. Y me sonríe. 

La hemos pasado bien. No sabemos cuándo nos veremos de nuevo. Ojalá sea en Río. Pero cuándo y dónde sea, hemos compartido dos momentos sin haberlo planeado así. Surgió la oportunidad y la aprovechamos al vuelo. Esos detalles te regala la vida peripatética.