Sábado 20 de diciembre por la noche. En el estadio Eladio
Rosabal Cordero de Heredia, el Deportivo Saprissa se juega el campeonato ante el
cuadro local. En la sala de televisión de una casa de un barrio ubicado
entre los distritos de Guadalupe y Calle Blancos, cantón de Goicoechea,
provincia de San José, padre e hijo ven el partido juntos. Hacia el fin del
primer tiempo, Vega controla con garbo un pase largo y fuerte, duerme el balón
en su pie, empieza a driblar rivales, se acerca a la media luna y patea fuerte
con la zurda al ángulo inferior izquierdo del arquero florense. Gol. El
campeonato está cerca. Los dos lo gritan y se abrazan. Entonces el hijo se
acuerda de una noche de 1982. Aunque durante los primeros seis años de su vida
la S había ganado un hexacampeonato, él no
recordaba ninguno de esos seis títulos. Después vino la sequía que sí recordaba porque la vivió durante sus años de primaria cuando las pasiones futboleras se vivían con intensidad en los pasillos y patios de la escuela. Pero
aquella noche del 82 se jugaba la final entre el Municipal Puntarenas y el
Saprissa en Tibás. Padre e hijo miraban el partido en el mismo cuarto de la
misma casa. Estaba parejo y tenso el encuentro. Entonces Guima pescó un balón
en la media luna y pateó con la derecha al ángulo inferior derecho del arquero
porteño. Gol. Campeones. Padre e hijo lo gritaron y se abrazaron. Al año siguiente, el hijo anduvo feliz por los pasillos de la escuela.
Jueves 25 de diciembre por la tarde. El sol tibio cae ya
hacia el occidente y corre una brisa fresca y agradable desde el este. Un
emigrado nostálgico camina alrededor de la cancha del Colegio Técnico de Calle
Blancos. Al norte, muy cerca, en Tibás, ve el glorioso estadio Ricardo Saprissa
Aymá, adonde tantas veces lo llevó su papá cuando era niño y adonde fueron después
tantas veces juntos. Aun más al norte observa la iglesia de San Isidro con sus
torres blancas y las montañas de laderas verdes y cumbres azules de Heredia, volcán Barva incluido.
Hacia el oeste encuentra el centro de San José, más allá el estadio Nacional y
finalmente las montañas que rodean al Valle Central, coronadas algunas por turbinas eólicas que le parecen quijotescos molinos de viento. Hacia el sur una hilera de pinos altos bloquea la vista. Al
este ve más montañas por detrás de los árboles del colegio, pero no
distingue las cumbres del Irazú. En la cancha y pista atlética decenas de
niños y niñas juegan con sus padres y hermanos mayores. Algunos estrenan bolas
de futbol, otros carritos, triciclos o
muñecos. Muchos aprenden a andar en sus bicicletas nuevas. Algunas aun tienen
los rodines, pero otras ya no los tienen. Hay papás que enseñan a sus hijas y mamás que enseñan a sus hijos a
andar en bicicleta. Algunos todavía las sostienen, pero otras apenas los
acompañan, caminando a su lado, para darles seguridad. Entonces el nostálgico
recuerda una tarde navideña, treinta y seis años antes, cuando su padre lo
llevó en su nueva bicicleta roja marca Caloi –brasileña– a las canchas de
baloncesto del Liceo Napoleón Quesada. Su papé le permitió andar la bicicleta con rodines un rato,
pero muy rápido se los quitó. Entonces lo sostuvo mientras el hijo aprendía a
pedalear manteniendo el equilibrio. Hasta que éste se afianzó, se animó, se soltó y empezó
a pedalear solo. Después de aquella tarde, se le vio muchos días de verano
lanzándose a toda velocidad cuesta abajo en la calle sin salida de su barrio. Hasta una vez en que se
arrojó tan rápido que perdió el control, no pudo dar la vuelta al fondo de la cuesta
y se tuvo que tirar de la bicicleta, mientras ésta continuaba sola y se estrellaba contra el
muro al final de la calle. Pero de alguna forma sobrevivió y su Caloi roja
también. Y por ahí anda el hijo emigrado dándole vueltas al mundo, a
pie, en tren, en avión, en carro o en bici. A veces se estrella contra un muro, pero se levanta y
sigue, animado por el impulso de su padre.