Nacido en Fargo, Dakota del Norte, de ascendencia escandinava, era un vikingo sensible: grandote, grueso, blanquísimo como una yuca, pecoso, pelirrojo, buen basquetbolista, profesor cuidadoso y esmerado, estudioso de la teoría de John Dewey, genial en la sala de aula. Sonreía mucho y siempre se le veía de buen humor. En Pensilvania, no éramos compas de todos los días, ni siquiera de todas las semanas. Pero cuando me mudé a Hamilton Avenue fuimos vecinos y "caí" en su casa para varias fiestas. Una vez, en una conferencia en Denver, compartimos habitación para ahorrar, pues éramos estudiantes. Una madrugada me desperté porque se lamentaba en sus sueños. No hablaba, sino que le salía un quejido gutural y conmovedor. No se lo dije por la mañana ni le pregunté nada, pero lo percibí triste. Lo dejé pasar y pasó el tiempo. Vi a muchos amigos irse del pueblo. Cuando yo me fui, el día que me mudé, fue él quien me ayudó a cargar el camión. Lo hizo por generosidad. Fue la última vez que lo vi. Él recaló en Texas, yo en Brooklyn.
Este atardecer, al regresar a casa tras el café de la tarde en una terraza de la Praça Mandela en Botafogo, recibí la noticia. Me la envió nuestra amiga Mariana. E.A., el "Big Red", decidió dejarnos y dejar su dolor. Fue solidario y sensible. "Gracias amigo y adonde sea que te lleve tu viaje, quedás en nuestro corazón".
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