Si llegás al mediar la tarde de un día entre semana, la estación de autobuses interestatales aparece tranquila, con poco movimiento excepto el de las palmeras en el viento. Te da la sensación de cabecera de cantón más que de capital de un estado: tranquila ciudad provinciana.
Pero a pocas cuadras de distancia, en el centro histórico, el movimiento de gente en las calles y avenidas es intenso. Sin embargo, te dejan un poco triste los edificios comerciales descuidados y venidos a menos y, sobre todo, los carteles sobre las señales de tránsito que dicen: "Crack: Diga Não". Si le preguntás, algún taxista paraibano te puede contar que hay epidemia entre jóvenes e incluso niños y aquellos que no han sido abandonados en la calle a veces matan a los propios padres para robarles y comprar piedra.
Entonces cuando desembocás en la laguna, rodeada de árboles y palmeras del Parque Solón de Lucena, te parece un oasis. En el parque y sus cercanías, los estudiantes de secundaria conversan en grupos mientras esperan los buses para irse a sus casas. Rápidamente percibís que este pueblo simpático es mucho más mestizo, indígena y mulato que el del sur de Brasil.
Hay muchísimos vendedores ambulantes y casi todos venden cds y dvds pirateados. Sus carritos consisten en una caja de madera atravesada por un eje metálico para las llantas de hule. Dentro de la caja instalan dos ruidosos altoparlantes y como todos venden lo mismo, la competencia consiste en quién toca el forró, el funk, o el sertanejo más escandaloso.
Finalmente pasa tu bus para llevarte al barrio de Tambaú. De camino te toca enfrentarte con el tránsito de hora pico y pensás cómo pueden haber presas en una ciudad tan pequeña.
Pero te bajás frente a la playa de Tambaú y empezás a caminar a lo largo de ella. Lamentablemente ya anocheció y no podés ver el agua turquesa. Pero igual corre una brisa fresca y fuerte, las levísimas olas te arrullan. No ves el color del agua pero ves las estrellas, pues la ciudad no es tan luminosa. Respirás profundo, caminás tranquilo y disfrutás el momento.
Te topás a mucha gente de todas las edades caminando, corriendo o andando de bicicleta por el paseo, haciendo ejercicio. Hay mercados de artesanía, tiendas de ropa de playa, restaurantes y bares, incluso una galería comercial.
Y te acordás de lo que ya sabías: en las capitales costeras del Brasil, la clase media alta vive muy bien, cerquita del mar, mientras el pueblo suda la gota gorda en los barrios donde la brisa no corre ni se escuchan las olas, donde el sútil olor a sal marina ya no se siente por el humo de los escapes, los aceites derramados en el asfalto, la basura en los caños, y la humedad impregnada en las paredes.
Te ves observando dos mundos, transitando entre ellos, y no sabés muy bien qué hacer, excepto retratarlos en una postal.
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