El invierno llegó a Brooklyn, arremetiendo con furia, la madrugada del martes. Esa misma tarde, tiritando de frío, supe que una amiga y consejera se marchará. La mañana del miércoles me encontré caminando desde Kensington hasta Midwood, hacia la universidad, a -7 centígrados. Por la tarde el sol se está ocultando temprano y antes de las 5 pm ya está oscuro el mundo. El resto de la semana escribí, nadé, caminé. No me encontré con nadie: típico ritmo brooklyniano.
Pero el viernes por la noche, por fin, fui a Pioneer Works en Red Hook, barrio costero donde el aire huele a sal marina, a escuchar cumbia psicodélica peruana: algo un poco raro. Pero igual moví el esqueleto con una amiga nica, varias puertorriqueñas, un nuevo amigo tico (percusionista) y otra gente más: reunión de solitarios y comunitarios en busca de alegría. Apenas terminó de tocar el conjunto psicodélico-cumbiambero, me quise ir a casa. Y justo en la parada del bus conocí a una socióloga caleña, otra solitaria con ganas de conversar. El trayecto en bus alcanzó para humanizar, conversando un poco, la semana.
El sábado escribí en casa así como Sonny, el personaje del cuento "Sonny's Blues" de James Baldwin, toca piano. Sonny toca piano para sobrevivir, para no rendirse, para no darse por vencido, para sentirse vivo, para no sucumbir en esta ciudad de tristezas y alegrías, desesperanzas y anhelos.
Afuera de mi casa, el invierno todavía acechaba. Pero por la noche encaré el frío y fui a escuchar a mi amigo, Niall Connolly, tocar en el Rockwood Music Hall. Desde la primera pieza hasta la última, Niall y su banda tocaron sintonizados. Guitarras, bajo, percusión, voces -- todo en la misma onda y llenando el music hall de energía. El invierno acechaba, pero la música de un amigo nos rescató a los que buscábamos sobrevivirlo.
Escuchar "Four Faced Liar" y "Corridors" de Niall Connolly
domingo, 23 de noviembre de 2014
domingo, 2 de noviembre de 2014
Ojos enloquecidos de amor en Greenwich Village
Con la llegada anoche de un frente frío, casi invernal, los indigentes han abandonado las calles y han vuelto a refugiarse en las estaciones del metro. Esta noche, en la estación de West 4th Street, vi a una mujer indigente, negra, de unos cincuenta años, cabello corto y canoso, sentadita en una banca en la plataforma del tren F. Sostenía contra su pecho a un león de peluche con su mano izquierda mientras lo acariciaba con la derecha, como si fuera su bebé. Le sonreía con ternura y lo miraba con ojos enloquecidos de amor. Y por debajo de la locura, se escondía un profundo dolor.
sábado, 1 de noviembre de 2014
Conociendo a un amigo kosovar
Una tarde hace más de cinco años, casi al anochecer, al salir del apartamento para ir a alquilar una película, me encontré de frente con la puerta de mis vecinos abierta. Fatmir se sentaba a la mesa para cenar con su familia. En un gesto espontáneo, instado por su esposa, me invitó a cenar con ellos. Acepté. Ella había preparado flija (pronunciado "fli"), un platillo albanés, según me explicaron. Después supe que es el plato típico kosovar: consiste en múltiples capas de una pasta horneada, dulce. Con tomates y yogurt, era una delicia. A la mesa se sentaron también dos de sus tres hijas, además de su hijo menor, Alban, y su esposa. La hija mayor llegó un poco después pero no cenó con nosotros.
Me atendieron de maravilla, con mucho cariño. Y Fatmir me contó varias cosas de su vida que me sorprendieron. En la mesa, mientras comíamos, me dijo que hacía poco había renunciado a su trabajo de varios años y abierto, junto con su hermano, una pequeña empresa, Ventanas Tal y Tal (debido a su apellido): colocaban y reparaban ventanas en casas y edificios.
Le brillaban los ojos gatos y se le escuchaba aún más feliz al hablar de sus hijas, en especial de la mayor, quien era muy buena estudiante y de hecho iría a un intercambio en Madrid pues se destacaba en las clases de español. Se sentía feliz de pensar que sus hijas pudieran estudiar algún día en la universidad. Cuando el llegó a Brooklyn, en el año 99, lo intentó, pero con la responsabilidad de su familia y sin apoyo económico, tuvo que salir a trabajar. Pero sus hijas iban bien en la escuela. --Al contrario de todos los hombres en mi familia que siempre han ido mal --dijo. Esperaba que tuvieran apoyo estatal para poder estudiar en la U.
Luego, mientras tomábamos un café turco en la sala de su casa y me contaba de sus padres y hermanos, le pregunté si vivían en Tirana. Me contestó que aunque ellos son de etnia albanesa, en realidad provienen de Kosovo.
Y allí me contó sobre su pasado: a fines de los años 90 era miembro del ejército kosovar mientras el ejército serbio cometía atrocidades contra la población civil albanesa en Kosovo. Contó cómo en algunas ciudades “los serbios” mutilaron, degollaron y asesinaron a los hombres jóvenes o a sus familias, si éstas no daban cuenta de su paradero. --En algunos lugares, la sangre corría como agua después de un aguacero --me dijo. Sin darme detalles, me dio a entender que fue en esa época que vino a Nueva York.
Mientras me contaba esto en la sala de su apartamento en Brooklyn, entonces feliz con su familia, su hogar y su trabajo, también cercano a sus tres hermanos y sus familias, sentí que por primera vez conocía algo de este hombre joven, alegre, sonriente, amigable. Debía tener poco más de 40 años. Era fuerte y de manos gruesas que utilizaba con agilidad a pesar de que le faltan los extremos del dedo largo y el anular en una mano. ¿Accidente de trabajo o bélico? Pasaron muchísimos meses, múltiples conversaciones casuales, antes de conocerlo. Nunca imaginé su historia.
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