viernes, 28 de agosto de 2015

Atardecer en el "quintal ecológico" de la UNESP

El viernes al final de la tarde salgo del departamento de filosofía hacia al huerto ecológico que cultivan las alumnas y alumnos de la carrera en el rincón más recondito del campus. Camino solitario por el zacatal y me acerco, dando pasos rápidos al ritmo de mis pensamientos, a la arboleda en medio de la cual se encuentra el huerto. El sol, a mi espalda, ya está apenas unos 30 grados sobre el horizonte. Siento su tibia caricia en mi cuello y espalda. 

Al adentrarme en la arboleda, descubro que la tierra aun está un poco húmeda y salpicada por el aguacero de ayer. Parece formada por millares de pequeños cráteres, uno por cada goterón que le cayó encima. No hay huellas de personas. Hoy no ha venido nadie. Tampoco las hay de animales, ni siquiera las sinuosidades de las cascabeles que anidan en el huerto. Mis pisadas son las primeras después de la lluvia. 

Me quedo quieto y silencioso en medio del huerto para observar, escuchar, sentir, después de tanto pensar. ¿Para qué?

La luz se filtra en ángulos agudos por entre las hojas del higuerón, los mangos en flor (as mangueiras), las palmeras, los robles y los eucaliptos, proyectando un claroscuro vacilante sobre los arbustos y el suelo. Reconozco las hojas largas y altas de las piñas y también las duras, largas y retorcidas, verdes en el centro y amarillas en los bordes, de las lenguas de suegra. Hay papayos sin papayas (mamoeiros sem mamões). Busco la jabuticabeira recién sembrada pero no la reconozco. Visito los cactus y la sábila. De las plantas medicinales y las hierbas no reconozco ninguna. Mi pobre sentido del olfato no me ayuda. Pero escucho a los periquitos, los petiamarillos o bienteveos (bemtevis) y a las cirienas llamándose a la distancia. Me quedo absorto y sereno por largo rato.

Cuando salgo del huerto, ya el sol se ha puesto al oeste y la luna, casi llena, ha aparecido en el cielo que oscurece poco a poco. Atravieso de nuevo el zacatal, pero ahora camino despacio, al ritmo de mis sentimientos. A la distancia, en la soda universitaria (cantina), se escucha el ritmo de varios berimbaus y el canto de una roda de capoeira. Su cadencia atrapa mi cuerpo y me muevo con ella.

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