Hoy leía placenteramente junto a la ventana de mi dormitorio mientras el sol de media tarde me acariciaba la piel. La luz intensa y dorada iluminaba las hojas de las suculentas y la orquídea, mi familia vegetal. Leía las primeras páginas de Pasajes de Mariela Graciano, novela en estilo de diario sobre una científica argentina que viene de pasante a Nueva York y acaba inmigrando.
El calorcito del sol me adormecía por lo que, al estilo de Pasajes, me puse a divagar sobre viajes y migraciones. Recordé un pequeño sueño de años atrás: vivir un par de años en el Japón, no sé si en la elegancia y serenidad clásicas de Kioto o el vértigo moderno de Tokio.
Entonces recordé que ya se estrenó la película Manbiki kazoku (Un asunto de familia) del director Hirokazu Koreeda. Cerré las páginas de Pasajes, me abrigué y me fui al cine del Brooklyn Academy of Music a ver la película. Me senté tranquilo en mi butaca y por un par de horas me dejé llevar a las calles de un barrio en los confines de Tokio para conocer las vidas de sus personajes enternecedores y solidarios. Son un grupo de extraños marginales que conforman una familia afectiva aunque no los una la sangre.
De alguna forma, viajé de vuelta al Japón.
Recordé conversaciones con amigues como Dai-san, Ai-san y Mizuho-san, quienes me confesaban que en su sociedad encontraban oportunidades profesionales, mucha exigencia y poco espacio para la ternura, para el ludismo, para el cariño. Creo que mi calidez latina les atraía por eso. Hicimos lindas amistades. Formamos una especie de familia por seis meses cuando viví en Tsukuba. La película me hizo recordarles con aprecio: con Amor que renace.
Solidaridad a la japonesa
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