Hoy visité junto con mis colegas de la conferencia de ética de la migración de esta semana en la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez. Tuvimos el privilegio de conversar con personas que son atendidas allí.
Yo conversé con dos hombres mexicanos recientemente deportados de Estados Unidos, uno de cuarenta años y otro de veintipico. Han hecho su vida allá, sin autorización, por necesidad económica. "La migra" gringa les detuvo, les encarceló por meses y meses y el sistema les deportó. Sus familias, incluyendo hijos e hijas, quedaron allá, en California y Arkansas. El mayor tenía una pequeña tranquilidad en que sus hijas son adultas y su madre vive en México. El menor quería llorar: sus hijos tienen cuatro y trece años. Ya no tiene a nadie en México. ¿Qué va a hacer?
Otro hombre, mucho más joven, recién deportado, nos escuchaba con ceño fruncido de dolor y preocupación, ojos desesperanzados y rostro marcado por una mueca de desamparo. Miraba hacia el suelo. No dijo una sola palabra. Cuando me fui, le di la mano. Nos miramos sin hablar.
Preparémosle la cena
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