martes, 24 de marzo de 2015

Primera caminata primaveral por Kensington

El equinoxio de primavera fue el viernes pasado, entre las 6 y 7 de la tarde. Pero recién hoy el tiempo permitió una caminata agradable y tibia por mi querido barrio de Kensington. Salí a ver qué había de nuevo. Henry David Thoreau, cuando vivía solo en el bosque junto al lago Walden, iba de vez en cuando al pueblo de Concord para escuchar los chismes de los lugareños “en dosis homeopáticas.” Quizá la curiosidad por los chismes sí haya que curarla con homeopatía, pero a mí la gente me gusta.

Me dirigí a las cuadras de residencias y comercios bengalíes. Igual que los centroamericanos, los oriundos de Bangladesh emigrados a estos lares todavía andaban bien abrigados, con gorros, bufandas, abrigos y guantes. En una esquina vi a una señora musulmana que llevaba a su hijo de una mano y a su hija de la otra, de regreso de la escuela. Bajo su abrigo negro vestía un salwar kameez púrpura y dorado, y se cubría el cabello con un hijab de la misma seda, que brillaba bajo la luz vespertina. Me gustó tanto la estampa que me detuve a observarla. Pero ella lo notó y se me quedó viendo con cara de curiosa interrogación. Me dí cuenta que metí la pata por doña vina. Le sonreí y tuve que fingir que estaba esperando a alguien. 

Algunas cuadras más adelante, dos muchachas adolescentes caminaban detrás mío enfrascadas en una intensa conversación. Disminuí el paso para que me alcanzaran y agucé el oído:

 —Yo no le he dicho a nadie que nosotras fumamos.  ¿Vos?—dijo la más bajita, de pelo muy negro y reluciente.

—No, yo tampoco. He sido super-cuidadosa. Ni siquiera he puesto una foto fumando en Facebook —respondió la más flaquita, también morena pero con labios pintados muy rojos.

Oh my gosh. Hablando de eso, yo tengo como doscientas fotos de perfil. Son demasiadas, ¿no? Debería borrar algunas.

—No, nada más hacelas privadas y punto.
Pero no supe la resolución de ese drama contemporáneo porque en la esquina ellas entraron al mercadito. ¿A comprar cigarros? Se supone que no pueden, pero estamos en Brooklyn.

Ya de regreso, en una cuadra de casas de gringos y judíos ortodoxos, una chiquita rubia de unos diez años intentaba arreglarle la cadena a su bicicleta. Entonces se le acercó el hermano, dos años mayor, con una pistola de juguete. Le apuntó y le dijo: —Arriba las manos —. Pero ella siguió en lo suyo y entonces él le disparó una liga de hule. —Ouch. Pará —se quejó ella, justo cuando yo pasaba al lado y veía al chiquito juntar la liga. Seguí caminando y algunos pasos después escuché a mi espalda: —Ouch, ya te dije que parés —exclamado con tono de exasperación. Al parecer los hermanos mayores todavía molestan a las hermanas menores. ¡Qué necios! Espero que de todos modos las hermanas menores todavía los perdonen y los quieran.

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