Salí de casa rumbo a la piscina. Para llegar al metro debí caminar hacia el norte y pasar por Bangladesh, es decir, por el barrio begalí. Cuando llegué a la avenida C escuché música y canto. Pensé por un momento que quizá vendría de la mezquita de los bengalíes musulmanes en McDonald Avenue. Pero descarté la conjetura casi de inmediato. No me parecía una recitación del Corán y además cantaba una mujer. Me desvíe de mi camino rumbo al canto que me atraía como si fuera de sirenas. Cual Ulises sin amarras, seguí la voz que me atraía.
Al llegar a la esquina de McDonald con la C, descubrí una maravilla: un festival bengalí. En una tarima que hacía de escenario, una mujer vestida en un sari color vino tinto, con detalles dorados, cantaba sosteniendo siempre notas muy agudas. La acompañaba un grupo convencional de teclados, batería, bajo y guitarra eléctrica. La observaba una multitud de varios cientos, quizá un par de miles, de personas. Me acerqué.
Mientras escuchaba las canciones, siempre agudas las notas de la cantante, observé a la gente. Las mujeres vestían saris multicolores. Si miraba a la multitud con ojos de pintor impresionista, veía anaranjados, verdes, rojos, fucsias, púrpuras, azules, negros, amarillos, turquesas, celestes y lilas todos mezclados pero asombrosamente armoniosos. Si observaba los detalles, veía estampados de múltiples figuras, a menudo de flores pero también de innumerables combinaciones geométricas, o encontraba bordados hermosos, cuidadosos y elaboradísimos.
Observando tales detalles me entretenía cuando caí en la cuenta, además, de que había mujeres musulmanas e hindúes. Las primeras vestían su hijab; las segundas, cuando eran casadas, llevaban su tilaka en la frente, como una gota de sangre amorosa entre sus cejas.
Los hombres por el contrario vestían, en su mayoría, ropas "occidentales" (por desconocer yo un mejor término): camisas, pantalones y sandalias industrializadas. Sin embargo, solo los hombres bailaban. Justo al frente del escenario, un grupo de muchachos danzaba animadísimo. Brincaban levemente y principalmente movían los hombros y los brazos al ritmo de la música. Se sacaban a bailar entre ellos y se abrazaban con alegría. Solamente algunas niñas bailaban, pero también corrían y jugueteaban. Para ellas no era baile sino juego.
La tarde era fresca y el cielo permanecía nublado. Se sentía ya alguna brisa otoñal, aunque fuera prematura. Conforme el sol descendía al oeste, en dirección al río Hudson, las nubes se abrieron lo suficiente para ver algunos celajes, en tonos pasteles de amarillos y celestes.
La cantante del sari vino tinto, que llevaba el negrísimo cabello recogido, le cedió el escenario a una cantante vestida en un sari de turquesas y púrpuras esplendorosos. Su cabello, también sedoso y azabache, le caía hasta los hombros. Allí me quedé, escuchando música y observando gente, hasta que el anochecer señaló el final del festival y la multitud, muy lentamente, comenzó a dispersarse camino a casa.
Nunca llegué a la piscina. Me distrajo la vida.
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