Al atardecer, mientras camino a la estación del tren F en Church Avenue, veo que las familias de mis vecinos musulmanes se preparan para una fiesta. Las mujeres y la niñas bengalíes llevan sus saris más elegantes y coloridos, además de bellos hijabs para cubrirles el cabello. Una de ellas, piel canela, cara alargada, nariz afilada, ojos negros, de unos treinta años de edad, luce un hijab escarlata que contrasta con su sari negro. Yo nunca he visto uno tan encendido y fulgurante. Los hombres mayores visten, casi todos, panjabis blancos con bordados color hueso en el pecho, sobre pantalones también blancos. Sus barbas son ya blancas también, aunque algunos la tiñen de rojo como el Profeta. Los más jóvenes visten panjabis de colores muy vivos como verde esmeralda o turquesa o rojo. Los panjabis son los camisones amplios, sin dobleces en el cuello y de manga larga, de cortes rectos, que les descienden hasta las rodillas. Casi todos calzan sandalias de cuero.
Caminan en grupos familiares o de amigos hacia las casas donde se reuniran a cenar y celebrar. Entonces caigo en la cuenta de que es el final del hajj--la peregrinación a La Meca--y celebran la fiesta Eid-al-Adha en honor a la fe de Ibrahim, quien estuvo dispuesto a sacrificar a su hijo Isaac.
Mientras los observo con cariño supongo que mis vecinos kosovares también celebrarán la fiesta, aunque no escuché movimiento en su casa esta tarde. Pienso entonces en Fatmir y su padre. Sus familiares celebrarán Eid reunidos en Brooklyn. Ellos dos por su parte han cumplido ya con el hajj en La Meca. Me pregunto si será este mi último Eid en tierras brooklynianas. Si así fuese, mucho he aprendido de la fe y generosidad de mis vecinos. Eid Mubarak.
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