Entré al agua con suavidad y en silencio. El leve oleaje me invitaba a nadar y juguetear a gusto. Me alejé de la orilla rocosa nadando pecho y me adentré en el Caribe sereno. Cuando ya me sentía distante de la orilla me detuve a flotar, tijereteando con las piernas y trazando círculos gentiles con brazos y manos.
Admiré por un momento el bosque de malinches de frondas engalanadas por flores de rojo coral. Luego giré a mi izquierda y observé en la distancia, más allá de la desembocadura del río Guaurabo, las filas de montañas de la Sierra del Escambray. Conté siete filas: entre más distantes, más oscuro su azul. Las montañas le daban una textura compleja y un toque de monumentalidad natural al paisaje. Giré un poco más y miré hacia el horizonte, donde el azul marino se encontraba con la bóveda celeste.
Continué flotando. Sin pensarlo, simplemente sintiendo el leve oleaje del mar, mis propios movimientos tomaron un ritmo que sincronizaba bien con el ritmo del Caribe a aquella hora. Me abandoné a mis sentidos: al frescor del agua en mi piel, a la caricia del sol que ya descendía, al olor marítimo y el sabor a sal en mis labios, a los verdes y azules de mar, bosque, sierra y cielo, a los brillos y las sombras de la luz vespertina, al sutil sonido de mis brazadas circulares, a las distantes lamidas del mar en la roca.
En un breve destello de lucidez durante aquel abandono sensual, supe que sentía paz. Pero también intuí que no quería saberlo, solamente sentirlo. En aquel momento solitario de sensualidad sentí bienestar. De mi ser brota un manantial de paz, a pesar de cualquier tristeza o dolor. Sentí que esa paz brota de buena Fuente. Esa Fuente no soy yo, es la Vida, es el Amor. Di gracias y me dejé llevar. Sólo nadé a la orilla cuando el sol ya se sumergía en el horizonte caribeño.
Roca, mar y cielo |
No hay comentarios.:
Publicar un comentario