domingo, 21 de junio de 2015

Cuarto día de Ramadán en el solsticio de verano

A media tarde le toco la puerta a mis vecinos, la familia Vila, kosovares musulmanes de etnia albanesa. Quiero saludar a Fatmir, el padre de familia, mi amigo, quien cuida de mis asuntos cuando ando por otros lares. Su hijo lo llama y Fatmir se asoma a la puerta cansado, medio dormido y sediento. 

Es el cuarto día de Ramadán y además el solsticio de verano. Esto representa, para Fatmir y todos los musulmanes que observan el ayuno desde el amancer hasta el anochecer en mi barrio de Kensington, casi dieciocho horas sin comer ni beber. Cuando además las temperaturas sobrepasan los 30 centígrados, el cuerpo lo siente, como puedo observarlo en la expresión y la mirada de mi amigo. Pero su fe lo sustenta y me saluda con la misma calidez de siempre. Conversamos un poco sobre mi viaje y su ayuno y me despido, para dejarlo descansar.

Salgo a la calle y veo a los judíos ortodoxos resolviendo sus asuntos normales - escuela, comercio, trabajo - en el primer día de su semana, tras haber observado el sabat ayer. Llego al parque Prospect y veo muchas familias de mexicanos y centroamericanos, además de caribeños, haciendo picnics, fiestas de cumpleaños y carnes asadas, mientras escuchan cumbias, rancheras o norteñas.

Los observo festejarse y cuidarse mutuamente y pienso en Fatmir. Él y su familia me han cuidado, como amigos más que vecinos, por muchos años. Me cuidaron, sin saberlo, en la época en que me yo acostaba en el suelo de mi cuarto de lectura a llorar solo y en silencio, e imploraba el consuelo de Allah escuchando y recitando un hermoso azan: Allahu akbar. Feliz Ramadán, familia Vila.



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