Llegamos desde Natal a la estación de autobuses de Recife a la hora pico del anochecer. Otra pasajera, una señora recifense, me advirtió que no viajara en metro hasta el centro de la ciudad, pues habría demasiada gente y ladrones y peligro inminente de asalto. Le agradecí el consejo, no le hice caso y me la jugué.
Al subirme al metro, el vagón iba semivacío. Las personas iban sentadas y ensimismadas por el cansancio del día de calor y trabajo. Nadie se miraba a los ojos, ni me sostenía la mirada. Todos iban un poco cabizbajos. Entonces me puse a observar sus pies.
La mayoría, hombres y mujeres, vestían chancletas o sandalias. Sólo algunos adolescentes vestían tenis y algunos uniformados, empleados de tiendas o empresas, vestían zapatos de cuero, o sea, incómodos y calientes.
Los pies de los chancletudos eran anchos, de dedos muy gordos. Las pieles oscuras, de mestizos, mulatos y negros. Las sandalias no eran de cuero. Las chancletas no eran Havaianas a la moda. Las suelas por lo general ya estaban desgastadas.
Recordé que días antes en el Shopping Recife estuve a punto de comprar un par de Havaianas solamente porque eran rojas con gris y combinaban con mi bermuda. Pero me acordé de la simplicidad thoreauviana (y badillana) y no lo compré. Menos mal. En aquel vagón, donde todo mundo era pulseador y a nadie le sobraban reales, me hubiera sentido decepcionado de mí mismo.
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