Al atardecer, mientras camino a la estación del tren F en Church Avenue, veo que las familias de mis vecinos musulmanes se preparan para una fiesta. Las mujeres y la niñas bengalíes llevan sus saris más elegantes y coloridos, además de bellos hijabs para cubrirles el cabello. Una de ellas, piel canela, cara alargada, nariz afilada, ojos negros, de unos treinta años de edad, luce un hijab escarlata que contrasta con su sari negro. Yo nunca he visto uno tan encendido y fulgurante. Los hombres mayores visten, casi todos, panjabis blancos con bordados color hueso en el pecho, sobre pantalones también blancos. Sus barbas son ya blancas también, aunque algunos la tiñen de rojo como el Profeta. Los más jóvenes visten panjabis de colores muy vivos como verde esmeralda o turquesa o rojo. Los panjabis son los camisones amplios, sin dobleces en el cuello y de manga larga, de cortes rectos, que les descienden hasta las rodillas. Casi todos calzan sandalias de cuero.
Caminan en grupos familiares o de amigos hacia las casas donde se reuniran a cenar y celebrar. Entonces caigo en la cuenta de que es el final del hajj--la peregrinación a La Meca--y celebran la fiesta Eid-al-Adha en honor a la fe de Ibrahim, quien estuvo dispuesto a sacrificar a su hijo Isaac.
Mientras los observo con cariño supongo que mis vecinos kosovares también celebrarán la fiesta, aunque no escuché movimiento en su casa esta tarde. Pienso entonces en Fatmir y su padre. Sus familiares celebrarán Eid reunidos en Brooklyn. Ellos dos por su parte han cumplido ya con el hajj en La Meca. Me pregunto si será este mi último Eid en tierras brooklynianas. Si así fuese, mucho he aprendido de la fe y generosidad de mis vecinos. Eid Mubarak.
jueves, 24 de septiembre de 2015
jueves, 17 de septiembre de 2015
Indicios prematuros del otoño en Prospect Park
En las canchas de béisbol los niños ya no juegan a la pelota, como dicen los caribeños, sino que juegan fútbol estadounidense. En la copa de un arce joven, las hojas se incendian en fulgor rojiamarillo. En la playita del laguito el agua está calma y límpida. Una tortuguita de ribetes también rojiamarillos en la cabeza nada y salta al ras del fondo arenoso. Un filósofo la contempla sin cavilar. La luz del final de la tarde, agradable y tibia, le acaricia la espalda y extiende la sombra de un hombre sin prisas, como la tortuga, sobre el fondo arenoso.
lunes, 14 de septiembre de 2015
Festival bengalí en Kensington
Salí de casa rumbo a la piscina. Para llegar al metro debí caminar hacia el norte y pasar por Bangladesh, es decir, por el barrio begalí. Cuando llegué a la avenida C escuché música y canto. Pensé por un momento que quizá vendría de la mezquita de los bengalíes musulmanes en McDonald Avenue. Pero descarté la conjetura casi de inmediato. No me parecía una recitación del Corán y además cantaba una mujer. Me desvíe de mi camino rumbo al canto que me atraía como si fuera de sirenas. Cual Ulises sin amarras, seguí la voz que me atraía.
Al llegar a la esquina de McDonald con la C, descubrí una maravilla: un festival bengalí. En una tarima que hacía de escenario, una mujer vestida en un sari color vino tinto, con detalles dorados, cantaba sosteniendo siempre notas muy agudas. La acompañaba un grupo convencional de teclados, batería, bajo y guitarra eléctrica. La observaba una multitud de varios cientos, quizá un par de miles, de personas. Me acerqué.
Mientras escuchaba las canciones, siempre agudas las notas de la cantante, observé a la gente. Las mujeres vestían saris multicolores. Si miraba a la multitud con ojos de pintor impresionista, veía anaranjados, verdes, rojos, fucsias, púrpuras, azules, negros, amarillos, turquesas, celestes y lilas todos mezclados pero asombrosamente armoniosos. Si observaba los detalles, veía estampados de múltiples figuras, a menudo de flores pero también de innumerables combinaciones geométricas, o encontraba bordados hermosos, cuidadosos y elaboradísimos.
Observando tales detalles me entretenía cuando caí en la cuenta, además, de que había mujeres musulmanas e hindúes. Las primeras vestían su hijab; las segundas, cuando eran casadas, llevaban su tilaka en la frente, como una gota de sangre amorosa entre sus cejas.
Los hombres por el contrario vestían, en su mayoría, ropas "occidentales" (por desconocer yo un mejor término): camisas, pantalones y sandalias industrializadas. Sin embargo, solo los hombres bailaban. Justo al frente del escenario, un grupo de muchachos danzaba animadísimo. Brincaban levemente y principalmente movían los hombros y los brazos al ritmo de la música. Se sacaban a bailar entre ellos y se abrazaban con alegría. Solamente algunas niñas bailaban, pero también corrían y jugueteaban. Para ellas no era baile sino juego.
La tarde era fresca y el cielo permanecía nublado. Se sentía ya alguna brisa otoñal, aunque fuera prematura. Conforme el sol descendía al oeste, en dirección al río Hudson, las nubes se abrieron lo suficiente para ver algunos celajes, en tonos pasteles de amarillos y celestes.
La cantante del sari vino tinto, que llevaba el negrísimo cabello recogido, le cedió el escenario a una cantante vestida en un sari de turquesas y púrpuras esplendorosos. Su cabello, también sedoso y azabache, le caía hasta los hombros. Allí me quedé, escuchando música y observando gente, hasta que el anochecer señaló el final del festival y la multitud, muy lentamente, comenzó a dispersarse camino a casa.
Nunca llegué a la piscina. Me distrajo la vida.
Al llegar a la esquina de McDonald con la C, descubrí una maravilla: un festival bengalí. En una tarima que hacía de escenario, una mujer vestida en un sari color vino tinto, con detalles dorados, cantaba sosteniendo siempre notas muy agudas. La acompañaba un grupo convencional de teclados, batería, bajo y guitarra eléctrica. La observaba una multitud de varios cientos, quizá un par de miles, de personas. Me acerqué.
Mientras escuchaba las canciones, siempre agudas las notas de la cantante, observé a la gente. Las mujeres vestían saris multicolores. Si miraba a la multitud con ojos de pintor impresionista, veía anaranjados, verdes, rojos, fucsias, púrpuras, azules, negros, amarillos, turquesas, celestes y lilas todos mezclados pero asombrosamente armoniosos. Si observaba los detalles, veía estampados de múltiples figuras, a menudo de flores pero también de innumerables combinaciones geométricas, o encontraba bordados hermosos, cuidadosos y elaboradísimos.
Observando tales detalles me entretenía cuando caí en la cuenta, además, de que había mujeres musulmanas e hindúes. Las primeras vestían su hijab; las segundas, cuando eran casadas, llevaban su tilaka en la frente, como una gota de sangre amorosa entre sus cejas.
Los hombres por el contrario vestían, en su mayoría, ropas "occidentales" (por desconocer yo un mejor término): camisas, pantalones y sandalias industrializadas. Sin embargo, solo los hombres bailaban. Justo al frente del escenario, un grupo de muchachos danzaba animadísimo. Brincaban levemente y principalmente movían los hombros y los brazos al ritmo de la música. Se sacaban a bailar entre ellos y se abrazaban con alegría. Solamente algunas niñas bailaban, pero también corrían y jugueteaban. Para ellas no era baile sino juego.
La tarde era fresca y el cielo permanecía nublado. Se sentía ya alguna brisa otoñal, aunque fuera prematura. Conforme el sol descendía al oeste, en dirección al río Hudson, las nubes se abrieron lo suficiente para ver algunos celajes, en tonos pasteles de amarillos y celestes.
La cantante del sari vino tinto, que llevaba el negrísimo cabello recogido, le cedió el escenario a una cantante vestida en un sari de turquesas y púrpuras esplendorosos. Su cabello, también sedoso y azabache, le caía hasta los hombros. Allí me quedé, escuchando música y observando gente, hasta que el anochecer señaló el final del festival y la multitud, muy lentamente, comenzó a dispersarse camino a casa.
Nunca llegué a la piscina. Me distrajo la vida.
domingo, 13 de septiembre de 2015
Fatmir peregrina a La Meca
Toco la puerta del apartamento de mis vecinos kosovares. Fatmir y su familia han recogido mi correo del buzón todos estos meses que he hecho camino de peripatético. Entonces quiero saludarlos, regalarles un café tico que ellos prepararan a la turca y desembarazarlos de mi correo.
Me abre la puerta su hijo. Ya se acerca a los once años, calculo, y se ha estirado bastante en estos meses. Sigue rubio, su cabello aún no se ha oscurecido con la edad, y su piel se ha bronceado durante el verano. Me da la mano y le pregunto cómo están. Él y su familia se encuentran bien, alhamdullilah. Le pregunto por Fatmir y me cuenta que se ha ido a Albania a recoger a su padre (el abuelo del chiquito) para peregrinar juntos a La Meca. Recuerdo cuando una amiga musulmana me explicó por la primera vez que ese peregrinaje--el Hajj --es uno de los pilares del Islam. Todo musulmán con los medios y la salud para hacer el peregrinaje, debe hacerlo.
Visualizo entonces a Fatmir yendo a su tierra, en medio de los Balcanes, para buscar a su padre. De allí viajarán juntos al encuentro, en tierras árabes, de miles y miles de fieles. Experimentarán los rituales de su fe. Imagino a mi vecino, mi prójimo, feliz, satisfecho, agradecido por poder vivir la experiencia del Hajj y compartirla con su padre. Quizá algún día la haga con su hijo. Insha'Allah.
Me abre la puerta su hijo. Ya se acerca a los once años, calculo, y se ha estirado bastante en estos meses. Sigue rubio, su cabello aún no se ha oscurecido con la edad, y su piel se ha bronceado durante el verano. Me da la mano y le pregunto cómo están. Él y su familia se encuentran bien, alhamdullilah. Le pregunto por Fatmir y me cuenta que se ha ido a Albania a recoger a su padre (el abuelo del chiquito) para peregrinar juntos a La Meca. Recuerdo cuando una amiga musulmana me explicó por la primera vez que ese peregrinaje--el Hajj --es uno de los pilares del Islam. Todo musulmán con los medios y la salud para hacer el peregrinaje, debe hacerlo.
Visualizo entonces a Fatmir yendo a su tierra, en medio de los Balcanes, para buscar a su padre. De allí viajarán juntos al encuentro, en tierras árabes, de miles y miles de fieles. Experimentarán los rituales de su fe. Imagino a mi vecino, mi prójimo, feliz, satisfecho, agradecido por poder vivir la experiencia del Hajj y compartirla con su padre. Quizá algún día la haga con su hijo. Insha'Allah.
jueves, 10 de septiembre de 2015
Tras tres días brooklynianos
Llego de madrugada un martes y me lleva a casa una taxista mexicana. Pura vida es ella. De camino hay un gravísimo accidente en el Beltway. La presa es interminable y demoramos el triple del tiempo habitual para llegar a casa. Pero gracias a la Vida y a mi paisana latina llego bien al barrio de Kensington y a mi cuevita, sin accidentes. Duermo un rato y al mediodía ya estoy en reunión y tras quince minutos pienso: "Qué bostezo!" Luego, por la tarde, preparo las clases. Eso sí me ilusiona, aunque sean sobre Sócrates el necio y Kant el prusiano.
El miércoles camino bajo un sol picante, sintiendo el calor asfixiante, hasta la U. Agrede el sol. Pero conocer a los alumnos/as me ilusiona y ya en la clase disfruto con ellos/as, "vacilando" al pesado de Sócrates y compandeciéndonos de Kant, el cuadrado.
Al final de la tarde me voy de compras a regañadientes, todavía sintiendo la asfixia causada por el cemento y el asfalto hirviendo. No encuentro lo que busco. Pppfff. El tren G me lleva a casa. Al hacer la cena, me siento exhausto. Pero recibo un paquete tuyo que incluye el libro de "tu" Jaime y leo el poema que me dedicás y me siento feliz.
El jueves llueve a cántaros mientras camino a la U y aún hace calor sofocante. Siento que estoy caminando en el Caribe tico, bajo la lluvia y en medio de una cortina espesa de humedad. Llego a la U sudado y con los pies empapados. Pero de todos modos con los/as muchachos/as me divierto. Pobre Kant, se tomaba tan en serio sus rigideces. Era buena gente pero demasiado cuadrado. Aunque claro, seguro yo soy demasiado cuadrado para otros. Ah.
Al regresar a casa, se viene el aguacero. Entonces decido irme en bus. Pero las presas en la avenida J son interminables y me exaspero. Prefiero caminar aunque me empape. Me bajo del bus. A pie avanzo más rapido hacia el oeste que los pobres tipos y tipas que se agreden mutuamente en sus carros, y nos agreden a los peatones, a bocinazos. Entro a la estación de la Avenida J y agarro el tren Q al norte hasta Cortelyou.
Me bajo más tranquilo. Camino a casa bajo la lluvia. Me tienta entrar al bar Sycamore, ese que frecuentaba con mi compa canadiense, a tomar una birra. Pero mi compa se fue al Japón y no quiero extrañarlo y la verdad prefiero llegar a casa. Cuando lo hago, estoy empapado. Pero pongo la música de José González que me regalaste, aquella que escuchamos juntos una mañana de domingo, y la oigo mientras me tomo una birrita inglesa. Entonces todo me parece pura vida tras tres días brooklynianos.
El miércoles camino bajo un sol picante, sintiendo el calor asfixiante, hasta la U. Agrede el sol. Pero conocer a los alumnos/as me ilusiona y ya en la clase disfruto con ellos/as, "vacilando" al pesado de Sócrates y compandeciéndonos de Kant, el cuadrado.
Al final de la tarde me voy de compras a regañadientes, todavía sintiendo la asfixia causada por el cemento y el asfalto hirviendo. No encuentro lo que busco. Pppfff. El tren G me lleva a casa. Al hacer la cena, me siento exhausto. Pero recibo un paquete tuyo que incluye el libro de "tu" Jaime y leo el poema que me dedicás y me siento feliz.
El jueves llueve a cántaros mientras camino a la U y aún hace calor sofocante. Siento que estoy caminando en el Caribe tico, bajo la lluvia y en medio de una cortina espesa de humedad. Llego a la U sudado y con los pies empapados. Pero de todos modos con los/as muchachos/as me divierto. Pobre Kant, se tomaba tan en serio sus rigideces. Era buena gente pero demasiado cuadrado. Aunque claro, seguro yo soy demasiado cuadrado para otros. Ah.
Al regresar a casa, se viene el aguacero. Entonces decido irme en bus. Pero las presas en la avenida J son interminables y me exaspero. Prefiero caminar aunque me empape. Me bajo del bus. A pie avanzo más rapido hacia el oeste que los pobres tipos y tipas que se agreden mutuamente en sus carros, y nos agreden a los peatones, a bocinazos. Entro a la estación de la Avenida J y agarro el tren Q al norte hasta Cortelyou.
Me bajo más tranquilo. Camino a casa bajo la lluvia. Me tienta entrar al bar Sycamore, ese que frecuentaba con mi compa canadiense, a tomar una birra. Pero mi compa se fue al Japón y no quiero extrañarlo y la verdad prefiero llegar a casa. Cuando lo hago, estoy empapado. Pero pongo la música de José González que me regalaste, aquella que escuchamos juntos una mañana de domingo, y la oigo mientras me tomo una birrita inglesa. Entonces todo me parece pura vida tras tres días brooklynianos.
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