En eso estaba cuando se me acercaron dos niños, uno moreno, de pelo lacio negro, de seis años, y el otro afroamericano, rapado, de cuatro años. Me preguntaron si quería jugar con ellos. Les dije que sí. Entonces ellos formaron su equipo y yo solito el mío. Era muy importante que tuvieran nombres los equipos. Ellos escogieron Lion Skeletons o ¡Esqueletos de León! Al mío le puse Eagles o Águilas, por aquello de Huitzilopochtli. Luego ellos escogieron los arcos. El que ellos defendían era el tronco de un roble. El que yo defendía era un muro de piedra de 15 metros de ancho. Creo que no se dieron mucha cuenta de la injusticia.
Empezamos la mejenga, dos chiquitos contra un lesionado. Yo los marcaba apenas para que tuvieran que pasarse la bola entre ellos. Les dejaba el arco abierto. El mayor me marcaba a mí como defensa y el menor se convertía en portero. Corrimos bastante. Driblé, me driblaron. Bailé, me bailaron. Jugue, jugamos. Perdí 7-2. Gané dos amiguitos por media hora. Sentí el gozo de jugar fútbol por primera vez en casi tres años, desde que jugué con mis amiguinhos Felipe, Tiago, Lucas y compañía en Marília, Brasil, la última vez que fui. Ayer en el parque viví un momento no sólo de alegría sino de verdadera felicidad.
Mejenga en Madagascar, donde hasta ahora no he jugado (Foto: Rackyross) |
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