Macabea, la protagonista de A Hora da Estrela, es una muchacha alagoana, emigrada a Río de Janeiro, que por su sencillez parece insignificante. Vive como si no existiese para los demás. Y sin embargo tiene el impulso vital, un tanto inconsciente, de quien espera un día tener esperanza: "Oyó en Radio Reloj que había siete millardos de personas en el mundo. Ella se sentía perdida. Pero con la tendencia que tenía a ser feliz, pronto se consoló: había siete millardos de personas para ayudarle".
Cuando leo esta oración bajo la sombra de mi cedro en Prospect Park, me detengo a ponderarla. Serían siete millardos de personas de la guarda. Entonces pienso en tantas personas-ángel que he tenido en mi vida. Una de ellas nació en Chile hoy hace algunos años. De niña emigró a Costa Rica con su familia y, felizmente para mí, cuando ingresé a la secundaria me estaba esperando para adoptarme como su hermanito. En el cole me "chineaba" y me ofrecía su amistad porque sí, porque le nacía. Desde entonces me ha seguido cuidando, en la presencia o en su corazón.
Gracias. Como canta tu paisana: "Gracias a la Vida, que me ha dado tanto". Felicidades.
sábado, 27 de junio de 2015
jueves, 25 de junio de 2015
En las aguas del Atlántico, latitud Rockaway Beach
El termómetro marca más de treinta centígrados y el índice de humedad no necesito saberlo porque lo siento en la piel pegagosa. Mi apartamento se torna entonces un horno y Brooklyn un baño al vapor. Es mejor huir.
Camino, luego agarro el bus Q35 cerca del college y pronto llego a Far Rockway Beach. Encuentro a mis amigos en las cercanías de la playa. Tres de ellas crecieron en este barrio y se bañaron cuando niñas en esta altura del Atlántico mientras yo me bañaba en las playas del Pacífico costarricense. Ahora dos de ellas traen a sus niños.
Caminamos un poco por la playa. El sol de media tarde aún quema un poco, pero pronto descenderá para solo acariciar la piel. La arena húmeda se siente deliciosa en los pies descalzos y refresca el cuerpo.
Tomamos turnos para nadar. Mientras unos cuidamos chiquitos, otros nadan. Hasta que finalmente entro al agua. En aquellas épocas de infancia centroamericana, ni me imaginaba que el mar pudiera estar tan frío.
Hoy lo sé pero no me acostumbro. De todos modos, entro corriendo al mar y me clavo bajo la primera ola. De otra forma, me paralizo y me quedo con el agua por la cintura. Mi cuerpo siente el shock pero pronto se adapta y se relaja y entonces disfruto el vaivén de las olas y jugueteo, zambulléndome bajo ellas o brincando y flotando sobre ellas antes de que revienten.
Su vaivén me mece. Me mece su vaivén. Su vaivén me mece. Me mece su vaivén.
Camino, luego agarro el bus Q35 cerca del college y pronto llego a Far Rockway Beach. Encuentro a mis amigos en las cercanías de la playa. Tres de ellas crecieron en este barrio y se bañaron cuando niñas en esta altura del Atlántico mientras yo me bañaba en las playas del Pacífico costarricense. Ahora dos de ellas traen a sus niños.
Caminamos un poco por la playa. El sol de media tarde aún quema un poco, pero pronto descenderá para solo acariciar la piel. La arena húmeda se siente deliciosa en los pies descalzos y refresca el cuerpo.
Tomamos turnos para nadar. Mientras unos cuidamos chiquitos, otros nadan. Hasta que finalmente entro al agua. En aquellas épocas de infancia centroamericana, ni me imaginaba que el mar pudiera estar tan frío.
Hoy lo sé pero no me acostumbro. De todos modos, entro corriendo al mar y me clavo bajo la primera ola. De otra forma, me paralizo y me quedo con el agua por la cintura. Mi cuerpo siente el shock pero pronto se adapta y se relaja y entonces disfruto el vaivén de las olas y jugueteo, zambulléndome bajo ellas o brincando y flotando sobre ellas antes de que revienten.
Su vaivén me mece. Me mece su vaivén. Su vaivén me mece. Me mece su vaivén.
domingo, 21 de junio de 2015
Cuarto día de Ramadán en el solsticio de verano
A media tarde le toco la puerta a mis vecinos, la familia Vila, kosovares musulmanes de etnia albanesa. Quiero saludar a Fatmir, el padre de familia, mi amigo, quien cuida de mis asuntos cuando ando por otros lares. Su hijo lo llama y Fatmir se asoma a la puerta cansado, medio dormido y sediento.
Es el cuarto día de Ramadán y además el solsticio de verano. Esto representa, para Fatmir y todos los musulmanes que observan el ayuno desde el amancer hasta el anochecer en mi barrio de Kensington, casi dieciocho horas sin comer ni beber. Cuando además las temperaturas sobrepasan los 30 centígrados, el cuerpo lo siente, como puedo observarlo en la expresión y la mirada de mi amigo. Pero su fe lo sustenta y me saluda con la misma calidez de siempre. Conversamos un poco sobre mi viaje y su ayuno y me despido, para dejarlo descansar.
Salgo a la calle y veo a los judíos ortodoxos resolviendo sus asuntos normales - escuela, comercio, trabajo - en el primer día de su semana, tras haber observado el sabat ayer. Llego al parque Prospect y veo muchas familias de mexicanos y centroamericanos, además de caribeños, haciendo picnics, fiestas de cumpleaños y carnes asadas, mientras escuchan cumbias, rancheras o norteñas.
Los observo festejarse y cuidarse mutuamente y pienso en Fatmir. Él y su familia me han cuidado, como amigos más que vecinos, por muchos años. Me cuidaron, sin saberlo, en la época en que me yo acostaba en el suelo de mi cuarto de lectura a llorar solo y en silencio, e imploraba el consuelo de Allah escuchando y recitando un hermoso azan: Allahu akbar. Feliz Ramadán, familia Vila.
Es el cuarto día de Ramadán y además el solsticio de verano. Esto representa, para Fatmir y todos los musulmanes que observan el ayuno desde el amancer hasta el anochecer en mi barrio de Kensington, casi dieciocho horas sin comer ni beber. Cuando además las temperaturas sobrepasan los 30 centígrados, el cuerpo lo siente, como puedo observarlo en la expresión y la mirada de mi amigo. Pero su fe lo sustenta y me saluda con la misma calidez de siempre. Conversamos un poco sobre mi viaje y su ayuno y me despido, para dejarlo descansar.
Salgo a la calle y veo a los judíos ortodoxos resolviendo sus asuntos normales - escuela, comercio, trabajo - en el primer día de su semana, tras haber observado el sabat ayer. Llego al parque Prospect y veo muchas familias de mexicanos y centroamericanos, además de caribeños, haciendo picnics, fiestas de cumpleaños y carnes asadas, mientras escuchan cumbias, rancheras o norteñas.
Los observo festejarse y cuidarse mutuamente y pienso en Fatmir. Él y su familia me han cuidado, como amigos más que vecinos, por muchos años. Me cuidaron, sin saberlo, en la época en que me yo acostaba en el suelo de mi cuarto de lectura a llorar solo y en silencio, e imploraba el consuelo de Allah escuchando y recitando un hermoso azan: Allahu akbar. Feliz Ramadán, familia Vila.
viernes, 19 de junio de 2015
El zarpe en John Kehoe's Pub
En mi última noche irlandesa, tras muchos días acompañado por la isla, anduve solo por las calles de Dublín, a la búsqueda del pub idóneo para tomarme la última jarra de cerveza negra. En un paseo perpendicular a Grafton Street vi mucha gente afuera de un pub, jarra de birra en mano, conversando. Me acerqué. Era una Public House o taberna fundada en 1803, con citas de James Joyce en el muro lateral externo. Era lo que buscaba.
Pedí una stout en la barra y salí a observar, escuchar y saborear. Un grupo de ingleses criticaba la política exterior gringa: tienen razón, pero ellos sienten patética nostalgia del imperio que perdieron, le cantan a la reina su himno, se emocionan porque nace una princesita y, lo peor, criminalizan el trabajo del inmigrante ilegal. Un grupo de tres alemanes hablaba sobre...no sé, pues era en alemán, pero la muchacha de cabello lacio y castaño y arete en su nariz fina se señalaba sus tenis Converse y gesticulaba, mientras los dos maes la escuchaban atentos y sonreían. Varios grupos de irlandeses, de traje y corbata o vestido, charlaban después del día de trabajo. Habrían venido de la oficina directo al pub. Algunos italianos conversaban animados, pero estaban lejos y no capté detalles.
De repente un inmigrante africano se acercó a pedir limosna. Llevaba gorro, bufanda y chaqueta negras en pleno verano irlandés. Hace mucho frío para él. Sus ojos imploraban ayuda. La intensidad de su angustia me recordó la mirada del principal fusilado de la Moncloa en la pintura de Goya. Pero cada grupo al que se acercó, lo rechazó. Yo estaba solo, arrecostado en un muro atravesando la callejuela lateral a la taberna, y no se me acercó, aunque su mirada me había conmovido.
De repente el gerente del pub, un gordo "panza'e birra" en camisa blanca, pantalones negros y corbata roja que conversaba con unos tipos en saco y corbata, lo vio, se le acercó y lo escoltó obligado para que se fuera. Nosotros, los parroquianos, bebíamos en la calle, pero él no podía pedir ayuda en la calle. Panza'e birra volvió muerto de risa a conversar con los encorbatados. Seguro trabajan para los bancos estafadores que hundieron a esta isla, su seguridad social y su gente. El inmigrante se fue. Y yo, yo me quedé quieto bebiendo el zarpe, una Guinness de cinco euros.
Pedí una stout en la barra y salí a observar, escuchar y saborear. Un grupo de ingleses criticaba la política exterior gringa: tienen razón, pero ellos sienten patética nostalgia del imperio que perdieron, le cantan a la reina su himno, se emocionan porque nace una princesita y, lo peor, criminalizan el trabajo del inmigrante ilegal. Un grupo de tres alemanes hablaba sobre...no sé, pues era en alemán, pero la muchacha de cabello lacio y castaño y arete en su nariz fina se señalaba sus tenis Converse y gesticulaba, mientras los dos maes la escuchaban atentos y sonreían. Varios grupos de irlandeses, de traje y corbata o vestido, charlaban después del día de trabajo. Habrían venido de la oficina directo al pub. Algunos italianos conversaban animados, pero estaban lejos y no capté detalles.
De repente un inmigrante africano se acercó a pedir limosna. Llevaba gorro, bufanda y chaqueta negras en pleno verano irlandés. Hace mucho frío para él. Sus ojos imploraban ayuda. La intensidad de su angustia me recordó la mirada del principal fusilado de la Moncloa en la pintura de Goya. Pero cada grupo al que se acercó, lo rechazó. Yo estaba solo, arrecostado en un muro atravesando la callejuela lateral a la taberna, y no se me acercó, aunque su mirada me había conmovido.
De repente el gerente del pub, un gordo "panza'e birra" en camisa blanca, pantalones negros y corbata roja que conversaba con unos tipos en saco y corbata, lo vio, se le acercó y lo escoltó obligado para que se fuera. Nosotros, los parroquianos, bebíamos en la calle, pero él no podía pedir ayuda en la calle. Panza'e birra volvió muerto de risa a conversar con los encorbatados. Seguro trabajan para los bancos estafadores que hundieron a esta isla, su seguridad social y su gente. El inmigrante se fue. Y yo, yo me quedé quieto bebiendo el zarpe, una Guinness de cinco euros.
jueves, 18 de junio de 2015
Gaviotas pescando en Cork Harbor
Graznan al alzar el vuelo desde el agua. Albinegras por el plumaje oscuro del extremo de sus alas, bajo la luz del mediodía contrastan con el azul profundo del mar y el verdor de las colinas en la península. Baten las alas intensamente al volar al ras de la superficie, escrutando el agua por señas de peces. De repente se elevan, planean, hacen una acrobacia contornándose en el aire como malabaristas y se clavan en el agua a toda velocidad. En el silencio de la bahía se escuchan, uno tras otro, los zambullidos. Luego salen las aves a flote, degustando la pesca, y pronto empiezan a volar de nuevo. Parece que juegan para vivir, más allá de sobrevivir.
lunes, 15 de junio de 2015
Una cara de la felicidad
Es contemplar, desde la terraza de nuestro cottage en Crosshaven, el faro en punta Roche al extremo de la península y el mar azul de la bahía de Cork, y sentir la brisa fresca del océano Atlántico y el tibio sol en la piel erizada, mientras tomamos el café juntos.
miércoles, 10 de junio de 2015
Salud, Divina!
En un pub en las cercanías de Grafton Street, levanté una jarra de birra stout a tu salud. Luego comí guisado irlandés, bebí otra stout, también a tu salud, y escuché música de cantautores locales. Stout. Salud. Música. Cuando se acabó la música y salí del pub, no había más buses. Entonces caminé hora y pico hasta el campus, en la tranquilidad de la ciudad dormida por la madrugada. Caminé unas 500 millas y llegué a tiempo, en el hemisferio occidental, para regalarte una canción. Salú.
Cuatro filósofos en un bar dublinense
Joseph, estadounidense, se enamoró de una francesa en su juventud universitaria. Se mudó a Francia, se doctoró, se adaptó a la cultura, se casaron y residen en Bordeaux. Sophie, francesa, quiso estudiar filosofía en algún país anglófono. Se fue de Estrasburgo a Oxford, estudió, se graduó, se acostumbró a ser extranjera y nunca más se halló en Francia. Va a continuar estudiando en Milwawkee. Fintan creció en Belfast pero prefirió la ciudadanía republicana irlandesa antes que ser súbdito de la reina inglesa. Estudió en Dublín. Se interesa por la lengua celta y por el momento se doctora en Londres. El cuarto filósofo, también errante, los escucha mientras saborea una birra stout de una cervecería artesanal.
domingo, 7 de junio de 2015
Un corazón en el cielo sobre Brooklyn
Caminaba por mi barrio de vuelta a casa después de hacer las compras sabatinas. La tarde primaveral era tibia, tranquila, de cielos despejados, sol brillante y brisa fresca. Yo escuchaba música de la Banda Magda en mi ipod.
Mientras caminaba por la calle East Second hacia el sur, me percaté de que varios niños judíos, quienes ya jugaban en la calle al finalizar el día de descanso, miraban hacia el cielo. Sus madres, sentadas en las gradas a la entrada de sus casas, también contemplaban algo aparentemente superior y celestial. Al mismo tiempo escuché un ronroneo de motor por detrás de la bossa nova de Magda. Pausé la música y miré hacia arriba.
Mientras caminaba por la calle East Second hacia el sur, me percaté de que varios niños judíos, quienes ya jugaban en la calle al finalizar el día de descanso, miraban hacia el cielo. Sus madres, sentadas en las gradas a la entrada de sus casas, también contemplaban algo aparentemente superior y celestial. Al mismo tiempo escuché un ronroneo de motor por detrás de la bossa nova de Magda. Pausé la música y miré hacia arriba.
Una avioneta volaba sobre Brooklyn y dibujaba, al liberar humo, un trazo curvo en el cielo, en forma de gancho. Pero no entendí. "¿Un gancho?", pensé perplejo.
Continué caminando mientras escuchaba a la avioneta maniobrar y atisbaba el cielo cada diez o quince pasos, para confirmar que la avioneta
daba una vuelta pero sin liberar humo.
Pasé de las
cuadras judías a la cuadra bengalí y mexicana. En ésta, los niños también
habían detenido sus juegos de fútbol, cricket, o “quedó” para mirar al cielo. Los
adultos, algunos en sus vestimentas musulmanas y otros “occidentalizados”, también lo observaban.
Miré de
nuevo. La avioneta trazó otra curva en forma de gancho, pero a la inversa.
Entonces lo vi claramente y entendí. Había dibujado un corazón blanco sobre un fondo azul celeste.
Judíos,
musulmanes y cristianos, practicantes o no; creyentes, agnósticos y ateos; y quizá otros también: todos contemplaban el mismo
corazón en el mismo cielo.
jueves, 4 de junio de 2015
Pies calzando chancletas en el metro de Recife
Llegamos desde Natal a la estación de autobuses de Recife a la hora pico del anochecer. Otra pasajera, una señora recifense, me advirtió que no viajara en metro hasta el centro de la ciudad, pues habría demasiada gente y ladrones y peligro inminente de asalto. Le agradecí el consejo, no le hice caso y me la jugué.
Al subirme al metro, el vagón iba semivacío. Las personas iban sentadas y ensimismadas por el cansancio del día de calor y trabajo. Nadie se miraba a los ojos, ni me sostenía la mirada. Todos iban un poco cabizbajos. Entonces me puse a observar sus pies.
La mayoría, hombres y mujeres, vestían chancletas o sandalias. Sólo algunos adolescentes vestían tenis y algunos uniformados, empleados de tiendas o empresas, vestían zapatos de cuero, o sea, incómodos y calientes.
Los pies de los chancletudos eran anchos, de dedos muy gordos. Las pieles oscuras, de mestizos, mulatos y negros. Las sandalias no eran de cuero. Las chancletas no eran Havaianas a la moda. Las suelas por lo general ya estaban desgastadas.
Recordé que días antes en el Shopping Recife estuve a punto de comprar un par de Havaianas solamente porque eran rojas con gris y combinaban con mi bermuda. Pero me acordé de la simplicidad thoreauviana (y badillana) y no lo compré. Menos mal. En aquel vagón, donde todo mundo era pulseador y a nadie le sobraban reales, me hubiera sentido decepcionado de mí mismo.
Al subirme al metro, el vagón iba semivacío. Las personas iban sentadas y ensimismadas por el cansancio del día de calor y trabajo. Nadie se miraba a los ojos, ni me sostenía la mirada. Todos iban un poco cabizbajos. Entonces me puse a observar sus pies.
La mayoría, hombres y mujeres, vestían chancletas o sandalias. Sólo algunos adolescentes vestían tenis y algunos uniformados, empleados de tiendas o empresas, vestían zapatos de cuero, o sea, incómodos y calientes.
Los pies de los chancletudos eran anchos, de dedos muy gordos. Las pieles oscuras, de mestizos, mulatos y negros. Las sandalias no eran de cuero. Las chancletas no eran Havaianas a la moda. Las suelas por lo general ya estaban desgastadas.
Recordé que días antes en el Shopping Recife estuve a punto de comprar un par de Havaianas solamente porque eran rojas con gris y combinaban con mi bermuda. Pero me acordé de la simplicidad thoreauviana (y badillana) y no lo compré. Menos mal. En aquel vagón, donde todo mundo era pulseador y a nadie le sobraban reales, me hubiera sentido decepcionado de mí mismo.
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