Hay
grises días otoñales que pasan, pasan como "el sueño y la vigilia",
como "el día del amor," como el "paso firme
de las cosas que nos dejan solos". Pasan. Pasan. Pasan. Pasan por vos y vos pasás por ellos. Das
pasos. Pasos. Pasos. Y pensás, ¿a dónde me llevan? Porque los das pensando que
sabés para dónde vas, pero quizá sos como el viento que sopla y pasa, como el
viento que "sopla de donde quiere, y oís su sonido; mas ni sabes de dónde viene, ni a dónde va."
martes, 27 de octubre de 2015
domingo, 25 de octubre de 2015
Encuentros con dos ángeles anónimos
Las dos cartas más recientes no las deposité en un buzón. Por casualidad, o por obra de la Divina Providencia, cuando llevaba la del sábado al buzón de las avenidas McDonald y Church me encontré con un cartero que repartía correspondencia. Sabía que si la depositaba en el buzón, la carta no saldría hasta el lunes. Pero pensé que si se la daba a él, quizá saldría esa misma noche. Le pregunté si me la recibiría y me dijo que sí. Se la entregué en la mano y él la guardó en el compartimiento de su bolsa para la correspondencia saliente. Le agradecí. Era un hombre chino, bajito y menudo, serio pero cortés.
La carta del lunes la llevaba al buzón de la esquina de la avenida Ditmas con la calle East 5th. Atardecía y también había pasado la hora en que se recoge la correspondencia allí. Pero observé a una cartera en la acera del frente. Crucé la calle y le pregunté, con las mismas palabras, si me recibiría la carta. La señora de pelo crespo, corto y negro, ojos grises, labios finos, nariz afilada y puntiaguda y tez blanca, de la edad de mi mamá diría yo, me respondió, con una sonrisa: "Por supuesto, cada vez que usted quiera". Se la entregué en la mano y la guardó en el mismo compartimiento de la bolsa de correo.
En griego ángel significa mensajero. Esta semana me encontré con dos ángeles. Para mí son seres divinos que llevan mis mensajes de amor y esperanza y les bendigo.
La carta del lunes la llevaba al buzón de la esquina de la avenida Ditmas con la calle East 5th. Atardecía y también había pasado la hora en que se recoge la correspondencia allí. Pero observé a una cartera en la acera del frente. Crucé la calle y le pregunté, con las mismas palabras, si me recibiría la carta. La señora de pelo crespo, corto y negro, ojos grises, labios finos, nariz afilada y puntiaguda y tez blanca, de la edad de mi mamá diría yo, me respondió, con una sonrisa: "Por supuesto, cada vez que usted quiera". Se la entregué en la mano y la guardó en el mismo compartimiento de la bolsa de correo.
En griego ángel significa mensajero. Esta semana me encontré con dos ángeles. Para mí son seres divinos que llevan mis mensajes de amor y esperanza y les bendigo.
martes, 20 de octubre de 2015
El último enceste en Brooklyn
En el
mismo closet, al lado de
mis viejos tacos de futbol, me encontré mi bola de basket desinflada. La compré en Pensilvania
también, para jugar con la yorugua y los compas del baloncesto. La traje a
Brooklyn pero la usé poco pues me lesioné pronto. Además, para el basket siempre fui muy "chapa". Jugaba pésimo. Yo era puro
entusiasmo y ganas de jugar, jugar, jugar. Me divertía.
Al ver la
bolita ahí, toda desinflada como mis sueños de jugar de nuevo, me dio lástima y esta
tarde se me ocurrió una idea. La inflé y me la llevé, picándola por las aceras,
hasta la canchita de basket en la intersección de las avenidas Dahill y
Cortelyou. La tarde otoñal, soleada y fresca, era perfecta para jugar unas canastas. Al
llegar a la canchita, unos muchachos bengalíes jugaban en media cancha con un
tablero. Pero el otro tablero con su aro de metal estaba disponible. Jugué una ronda de "21",
el juego en que el enceste desde la línea de falta vale dos puntos y el rebote un punto. Lo jugué solo. Milagrosamente andaba inspirado y lo terminé rápido.
Nunca fui tan bueno como en este último juego brooklyniano. Cuando encesté
el vigésimoprimer punto pensé: "Chao".
En una banquita al lado de la cancha un adolescente bengalí, de unos quince años, estaba sentado viendo a los otros jugar. Me le acerqué y le dije:
En una banquita al lado de la cancha un adolescente bengalí, de unos quince años, estaba sentado viendo a los otros jugar. Me le acerqué y le dije:
—¿Mae, querés la bola? Te la
regalo. Yo voy jalando de Brooklyn y no me la voy a llevar —mientras se la ofrecía con
mi mano derecha extendiendo mi brazo hacia él.
Me miró un poco sorprendido, procesó
lo que le estaba diciendo, entendió y entonces sonrió, con una sonrisa amplia y
espontánea:
—Sí, claro, muchas
gracias—y me arrebató la bola y se metió a la cancha.
Ya me iba pero me di media vuelta y
le dije:
—Está viejita pero
creo que todavía la vas a disfrutar.
Sonrió de nuevo. Y yo me fui
caminando por las calles de Kensington.
lunes, 19 de octubre de 2015
Mis tacos y las mejengas de State College
Esta noche vaciaba un poco más el closet de mi oficina, a ver si voy "jalando" de Gringolandia. Me encontré mi viejo maletín de las "mejengas" que jugábamos los compas los sábados en State College, Pensilvania. Dentro del maletín, mis viejos "tacos" (zapatos de futbol, en tico), todavía un poco tierrosos. Me los regaló la yorugua y cuando me gradué me los traje para Brooklyn. Luego me lesioné. No podía jugar. Pasaba al lado de las mejengas de latinos, árabes, caribeños y africanos en Prospect Park y se me salían las lágrimas por las ganas frustradas de entrar a la cancha. Creo que guardé los tacos con la esperanza de volver a jugar. No pude. Pero todavía me acuerdo de un par de "pepinos" que clavé en el ángulo de la portería en Pensilvania y sonrío. Y todavía me imagino, como cuando era un carajillo de doce años y jugaba para la S, anotando un golazo de zurda en el mundial para Costa Rica.
jueves, 15 de octubre de 2015
Chorreando café de Dota
Hoy me levanté atrasado y bostezando mucho. Fui directo a la cocina. Saqué la bolsa de café de la refri, le quité la prensa, la abrí y olí el delicioso aroma de los oscurísimos granos molidos. Pusé el agua a hervir y coloqué el filtro de tela en el chorreador pintado de anaranjado y decorado con motivos de carreta de bueyes de Sarchí. Coloqué mi taza adornada con diseños cabécares bajo el filtro. En éste puse el último puñito de café Reserva Especial de CoopeDota que me quedaba. Lo había comprado en julio en Santa María, en la sede de la cooperativa. Cuando hirvió el agua, la filtré lentamente y observé el chorrito de café llenar mi taza mientras sentía el aroma de café chorreado en el vapor que subía del filtro. Luego saboreé el café chorreado con gusto. Pensé que cada taza de esa bolsa que bebí, la bebí con gusto, y cada taza que ofrecí, la ofrecí con amor. Espero que la próxima que beba y la próxima que ofrezca lo sean con gusto y con amor, en Tiquicia.
miércoles, 14 de octubre de 2015
Dos gorriones en el estanque de Brooklyn College
Como de costumbre, después del almuerzo y antes de las clases de la tarde voy a despejarme al estanque ubicado al lado de la biblioteca en el campus. Pensaba sentarme en una banca bajo la sombra del mayor cerezo, pero se siente un frío otoñal y prefiero quedarme de pie adonde me calienta la luz del sol, en una esquina al borde del estanque. Como siempre, las carpas japonesas, bermejas y pintadas, nadan apacibles en las aguas verdosas y opacas. Algunas tortugas se sumergen, otras flotan cerca de la superficie sacando apenas la nariz y una, solitaria e inmóvil, toma un baño de sol en las piedras que forman un montículo en el centro del estanque. Pero esta vez veo algo diferente. En una piscinita que se forma en esas piedras, dos gorriones toman un baño juntos. Por un par de minutos se remojan toditos, de la testa a las patitas. Parece que juegan. De repente, un gorrión alza vuelo y se posa en una rama del cerezo. El otro no se queda solo en la piscina. Alza el vuelo y alcanza a su compañero en la rama del cerezo que pronto perderá sus hojas y sobrevivirá el invierno para florecer en primavera.
martes, 13 de octubre de 2015
Dos poetisas, un filósofo y un poeta en el correo de Park Slope
Hago fila en la oficina de correos de Park Slope
para comprar estampillas. Quiero enviar hoy mismo tus postales, las nuestras y
la mía a España. Atrás mío hace fila una mujer menudita y rubia, de ojos gatos,
vestida toda de negro pero sonriente, con su hijo. Ella le da el paquete que
piensa enviar y el chiquito le dice:
—Lo quiero de regalo.
—No es un regalo para vos, es para enviar a
Alemania —ella le responde con cariño.
—¿Qué
es Malimaña?
—Alemania.
Es un país en Europa. Para allá enviaremos el libro— le explica ella, mientras
yo me doy cuenta que pronuncia la “ll” rehilando, como me explicaste que hago
yo también, aunque no de forma tan marcada como esta rioplatense en la fila.
—¿Qué
es un país? —pregunta ahora el chiquilín, como les dicen por aquellos lares a
los niños.
—Otro
lugar, como Argentina —le explica.
—¿Ustedes
son de Argentina? —le pregunto. Ya sé la respuesta pero lo que quiero es
conversar.
—Sí,
¿y vos?
—Yo
soy de Costa Rica.
—Ah,
¿en serio? Justo le voy a enviar esto a un poeta. Creo que es costarricense
pero está en Berlín.
—¿Cómo
se llama? —le pregunto, interesado por saberlo y también por contártelo a vos.
—Ah,
sí, claro, es muy buen poeta, bastante reconocido además. Me gusta su poesía —.
Al decir esto pienso que vos y yo podríamos leer algún poema de Chaves juntos.
—¿Y vos sos poeta también?
Ella
asiente con la cabeza, un poco tímida, y añade:
—Sí,
justo le estoy enviando mi libro.
Yo
mientras tanto leo su primer nombre, Silvina, en el espacio del remitente en el
sobre. Me pregunta:
—¿Y
vos?
—No,
soy filósofo, pero me gusta mucho la poesía —. Al decir esto pienso que vos sí
sos poetiza, por corazón y talento.
A la poetisa presente le explico que soy profesor en Brooklyn mientras le pido las
estampillas a la dependiente del correo. Hablando con las dos me enredo un poco.
Vos te reirías. Pero no quiero hablar sobre mí, sino averiguar más sobre ella y
su poesía:
—¿Y
tu libro está en alguna librería por acá? —. Pienso que lo podría buscar y
luego compartirlo con vos.
—Todavía
no, pero pronto estará en la McNally — y yo supongo que será la McNally Jackson.
—¿Y
te llamás Silvina? Vi tu nombre en el sobre —confieso, aunque ella ya lo había
notado.
—Sí,
Silvina López Medín.
Mientras
recibo las estampillas anoto el nombre en mi memoria. Me despido de ella y mientras
le pongo las estampillas a las postales pienso que pronto iré a la McNally a
buscarte el libro.
domingo, 11 de octubre de 2015
Silencio en Kensington después del Sukkot
En los días anteriores al Sukkot o Fiesta de los Tabernáculos, mis vecinos judíos se dedicaron a construir sus cabañitas de madera en patios y balcones. Ellas recuerdan las tiendas que llevaron sus antepasados nómadas consigo por el desierto durante el éxodo. Ya habían bienvenido el año 5776 durante Rosh Hashanah y observado el día del perdón y el arrepentimiento sincero durante Yom Kipur. Yo me preparé para escuchar a mis vecinos de al lado conversar y cantar al reunirse y comer o cenar en sus cabañas. Desde que llegué a vivir a mi calle brooklyniana hace más de nueve años, me ha parecido su celebración más expresiva y alegre.
Durante la tercera noche del Sukkot, salí a la calle de noche con rumbo a la lavandería. Debía lavar mi ropa y sábanas para recibir a mi visita. Me topé con tres muchachos ortodoxos cantanto alegremente. Vestían sus sombreros, trajes enteros y zapatos negros y su camisa blanca: todo muy sobrio. Pero cantaban en hebreo, batían palmas y bailaban.
En el club social diagonal a mi casa, los viejillos rusos habían sacado sus mesas a la acera para improvisar una terraza al aire libre, como todas las noches de temperatura agradable. Jugaban dominó y backgammon mientras bebían té y fumaban. Los tres bailarines y cantantes de fiesta se les acercaron y les cantaron. Les invitaron a bailar pero los viejos continuaron inmutables e impávidos, fumando, bebiendo y jugando. Sin apachurrarse por esto, los muchachos continuaron su rumbo hacia la esquina de mi calle. Desembocaron en la avenida Ditmas y continuaron por ésta hacia el este. Les vi alejarse, siempre haciendo jolgorio.
Por varias noches mi visita y yo continuamos escuchando a mis vecinos cantar y reir mientras cenaban. Yo me alegré por y con ellos. Generalmente sobrios, incluso sombríos, durante esta fiesta les escuché gozosos, como todos los otoños.
El día después del fin del Sukkot, temprano por la mañana, desde mi cama les escuché desmontando su cabaña en el patio. Me entristecí un poco. Pero aún estaba mi visita en casa para alegrarme. Esta noche, sin embargo, ya está todo en silencio de nuevo.
Durante la tercera noche del Sukkot, salí a la calle de noche con rumbo a la lavandería. Debía lavar mi ropa y sábanas para recibir a mi visita. Me topé con tres muchachos ortodoxos cantanto alegremente. Vestían sus sombreros, trajes enteros y zapatos negros y su camisa blanca: todo muy sobrio. Pero cantaban en hebreo, batían palmas y bailaban.
En el club social diagonal a mi casa, los viejillos rusos habían sacado sus mesas a la acera para improvisar una terraza al aire libre, como todas las noches de temperatura agradable. Jugaban dominó y backgammon mientras bebían té y fumaban. Los tres bailarines y cantantes de fiesta se les acercaron y les cantaron. Les invitaron a bailar pero los viejos continuaron inmutables e impávidos, fumando, bebiendo y jugando. Sin apachurrarse por esto, los muchachos continuaron su rumbo hacia la esquina de mi calle. Desembocaron en la avenida Ditmas y continuaron por ésta hacia el este. Les vi alejarse, siempre haciendo jolgorio.
Por varias noches mi visita y yo continuamos escuchando a mis vecinos cantar y reir mientras cenaban. Yo me alegré por y con ellos. Generalmente sobrios, incluso sombríos, durante esta fiesta les escuché gozosos, como todos los otoños.
El día después del fin del Sukkot, temprano por la mañana, desde mi cama les escuché desmontando su cabaña en el patio. Me entristecí un poco. Pero aún estaba mi visita en casa para alegrarme. Esta noche, sin embargo, ya está todo en silencio de nuevo.
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