En el
mismo closet, al lado de
mis viejos tacos de futbol, me encontré mi bola de basket desinflada. La compré en Pensilvania
también, para jugar con la yorugua y los compas del baloncesto. La traje a
Brooklyn pero la usé poco pues me lesioné pronto. Además, para el basket siempre fui muy "chapa". Jugaba pésimo. Yo era puro
entusiasmo y ganas de jugar, jugar, jugar. Me divertía.
Al ver la
bolita ahí, toda desinflada como mis sueños de jugar de nuevo, me dio lástima y esta
tarde se me ocurrió una idea. La inflé y me la llevé, picándola por las aceras,
hasta la canchita de basket en la intersección de las avenidas Dahill y
Cortelyou. La tarde otoñal, soleada y fresca, era perfecta para jugar unas canastas. Al
llegar a la canchita, unos muchachos bengalíes jugaban en media cancha con un
tablero. Pero el otro tablero con su aro de metal estaba disponible. Jugué una ronda de "21",
el juego en que el enceste desde la línea de falta vale dos puntos y el rebote un punto. Lo jugué solo. Milagrosamente andaba inspirado y lo terminé rápido.
Nunca fui tan bueno como en este último juego brooklyniano. Cuando encesté
el vigésimoprimer punto pensé: "Chao".
En una banquita al lado de la cancha un adolescente bengalí, de unos quince años, estaba sentado viendo a los otros jugar. Me le acerqué y le dije:
En una banquita al lado de la cancha un adolescente bengalí, de unos quince años, estaba sentado viendo a los otros jugar. Me le acerqué y le dije:
—¿Mae, querés la bola? Te la
regalo. Yo voy jalando de Brooklyn y no me la voy a llevar —mientras se la ofrecía con
mi mano derecha extendiendo mi brazo hacia él.
Me miró un poco sorprendido, procesó
lo que le estaba diciendo, entendió y entonces sonrió, con una sonrisa amplia y
espontánea:
—Sí, claro, muchas
gracias—y me arrebató la bola y se metió a la cancha.
Ya me iba pero me di media vuelta y
le dije:
—Está viejita pero
creo que todavía la vas a disfrutar.
Sonrió de nuevo. Y yo me fui
caminando por las calles de Kensington.
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