Me entregué a ella. Abundaba la luz vespertina que entraba por los grandes ventanales. La piscina estaba diáfana. Podía ver los destellos de las burbujitas causadas por mis exhalaciones y mis brazadas. El azul del cielo y el celeste del fondo de la piscina acariciaban mi vista. Mi piel se deleitaba con el frescor del agua. Nadé y sentí sin pensar. Me entregué al frescor y a la claridad del agua.
La misma Voz Divina que en el Monte Horeb le preguntó a Elías "¿Qué haces aquí?", le pidió ponerse de pie en el monte. Elías lo hizo y presenció un viento fortísimo como huracán, un terremoto y un fuego. Pero en todas esas fuerzas destructivas no encontró a su Dios. Lo percibió, en cambio, en un "sonido apacible y delicado" (I Reyes 19).
Lo importante, para mí, es que Elías andaba turbado y se sentía desconsolado. Necesitaba aliento. Lo encontró en un sonido apacible y delicado.
Yo no soy profeta, ni Dios me ha hablado en el Monte Horeb. Me encuentro más bien un poco perdido en Brooklyn. Mi tendencia es a caminar a paso firme y ser feliz pero, como todo ser humano, a veces necesito aliento y consuelo. Hoy me entregué al agua fresca y diáfana. Respiré y dejé que me sostuviera.
Por esa agua doy gracias. El mismo Elías, en momentos de sequía, halló agua fresca para beber en el arroyo de Querit y, cuando éste se secó, en casa de una viuda pobre con un hijo hambriento. Por el agua de vida, entonces: Gracias.
Rembrandt: Elías en el lecho seco del arroyo Querit |
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