domingo, 11 de marzo de 2018

Tres días en Indianápolis

Aterricé sin conocer a nadie de Indianápolis. Mi primera conversación fue con Trevor, un taxista jamaicano que ha vivido treinta y siete años en Indy y cuya historia, según me la contó en veinticinco minutos, da para una buena crónica urbana. 

Ya en la conferencia de filosofía americana me encontré con tanta gente querida que me sorprendió cómo se me llenó el pecho de calorcito alegre, a pesar del frío cruel del invierno en el heartland de la Yunai: las comadres chicanas, Kim y Manuela; los muchachos de la frontera, López, Reyes y Orosco; Di, mi amigaza colombiana; Sergio, el chilango emigrado a Denver; Bob, Roger y Michael, tres de los gringos más gentiles y sensibles que conozco; Kathy, bostoniana quien fue campeona mundial de baile de salón; Scott y Erin, quienes me apoyaron cuando empezaba a estudiar filosofía; Goyo, mi mentor texarriqueño, un boricua transplantado a Texas; Stephanie, la joven profe boricua de gran sagacidad intelectual; Mariana, chilena-brookliniana, filósofa lírica y un tanto pesimista, y su esposo Alex, mis amigos de tantos años. 

En tres días no vimos mucho de Indianápolis, excepto algunos de sus bares en sus barrios más bohemios, pero conversamos mucho, un poco de filosofía, otro poco de literatura y un montón de la vida.

Hoy despegó mi vuelo y vi a Indianápolis sosegada y luego las planicies de Indiana y Ohio, las montañas nevadas de mi Pensilvania, donde conocí tanta gente querida, las montañas de Nueva York y ya la costa, la isla de Manhattan, el estuario del Hudson, la bahía, mi Brooklyn, su playa Coney Island, el Parque Prospect, mi barrio Windsor Terrace, mi antiguo barrio Kensington y Sunset Park, adonde late mi corazón. 

Vi todo esto y me sentí rico en el amar y el querer, en amistades y vivencias.

Pensilvania desde el aire (Foto: m.)
 

No hay comentarios.:

Publicar un comentario