lunes, 26 de diciembre de 2016

Cuidarnos con rica cuchara y buena tertulia

El domingo nos sentamos a la mesa todos juntos: mis papás, mis hermanas, mi cuñado y yo. Esta vez nos acompañó Jahel, mi amiga mexicana, actriz y súper buena nota, quien no pudo viajar a visitar a su familia en el D.F. este año. Me alegró que estuviéramos todos juntos y que ella nos acompañara. Hace un año mi Tata convalecía, mis hermanas y mi mamá lo atendían. Mientras tanto, yo estaba en Brooklyn, preparándome para salir de mi apartamento en Kensington, deshaciéndome de todo lo que podía y empacando solo lo esencial. El día de Navidad almorcé con la familia de Clare, los McCarthy, una de las familias que me han adoptado en mis andares por la Yunai através de los años. Recordé que la primera navidad lejos de casa la pasé con los Henry en el norte de Arkansas, la siguiente con los Heffington en una granja en Alabama, la siguiente con los Beyeler en su hotelito en Interlaken, Suiza, donde yo trabajaba, y así tantas, hasta las más recientes con los Smith-Connolly y los McCarthy en Brooklyn. Siempre tuve anfitriones generosos que me acogieran y me cuidaran. Por ello, este año, disfruté tanto que mi familia pudiera acoger a Jahel y que ella pasara toda una hermosa tarde decembrina tertuliando con nosotros, incluso con mi abuela Luz, quien llegó después de haber almorzado en su iglesia. Jahel probó la cuchara de mi mamá; como retribución, nos contó sobre las costumbres y la cocina mexicanas, en el Veracruz de su papá y el D.F. de su mamá, durante la Navidad y el Día de Reyes. Mi abuela la pasó tan bien que quiso que Jahel conociera de una vez su casa cuando la fuimos a dejar. La hizo pasar y le mostró todo, desde la sala de entrada hasta el jardín de fondo. Cuidarse, ser cuidado y cuidar: así es linda, más rica, la Vida. 

sábado, 24 de diciembre de 2016

Buen día y Noche Buena

 一
El cielo brilla, el sol me acaricia. La gente va y viene entre los puestico de la Feria Verde. El río Torres corre y canta. Me siento bajo la sombra de los árboles junto al quiosquito a desayunar: dos tortas de yuca, un picadillo de arracache en tortilla de maíz palmeada y cocida en el comal y un yodito negro. Una banda - percusión, bajo, guitarra acústica y vocalista - interpreta música latinoamericana: candombé yorugua, danza afroperuana, samba y otros géneros. La llevo suave, no tengo prisa, soy como ave jugueteando en la brisa. Es un buen día.  


Nos sentamos en la sala de nuestra casa familiar. Intercambiamos regalos: son gestos, lo importante es que estamos todos juntos, gracias a la Vida. Hoy mi amiga venezolana Marisol me dijo, desde Lisboa, que le gusta la magia de estos días en que la gente hace una pausa para disfrutarse. Miro a mis papás sentados juntos en el sofá y a mis hermanas y mi cuñado lo sillones en torno y me alegro, aunque extrañamente ande yo un poco melancólico. ¿Cómo se puede estar alegre por lo presente y melancólico por algo vago e inefable a la vez? No sé. Se puede. Luego pasamos a la mesa del comedor. Aunque la cena de esta noche es sencilla, hay abundancia: ensalada de lechuga, zanahoria, tomate y remolacha; arroz blanco con trocitos de zanahoria (vitamina A para todos y para mi papá); frijoles negros molidos; tamales a la tica de doña Lidieth, vecina de Lagunillas, con gusto a cocina de leña; y corvina a la naranja, horneada, con aceitunas y alcaparras. Saboreamos. Comentamos. Conversamos. Vivimos. Disfrutamos. Es una Noche Buena.

Dulzura americana en el Magaly

Quise ver American Honey en el BAM Rose Cinema en Brooklyn, pero entre una cosa y otra no me dio tiempo de agarrarla en cartelera. Por dicha me la encontré en la cartelera del Magaly en San José. Casi me la pierdo de nuevo, por estar revisando ensayos e intentando terminar los quehaceres del semestre: me vine de Brooklyn y el trabajo se vino conmigo. Pero al final de la tarde del jueves decidí ir a la última función. Salí al atardecer, cuando las nubes ya se teñían de rosa y naranja al oeste, y caminé hasta el Magaly. El tránsito en San José está caótico, es mejor caminar de ser posible. Llegué, entré, subí al balcón y ya me dirigía a mi butaca de siempre cuando decidí cambiar de perspectiva. No sé por qué. Simplemente quise cambiar. Me senté en una butaca más céntrica, en tercera fila. La perspectiva me pareció inmejorable.

La cinta retrata la vida de Star, una adolescente pobre y sin opciones de estudio y de vida en Oklahoma. Un poco al azar se une a un grupo de jóvenes que viajan juntos por el corazón de la Yunai, the heartland, vendiendo subscripciones de revistas para sobrevivir. Viajan en una van, duermen en moteles, inventan cuentos y mentiras para venderle suscripciones de revistas a quienes no las necesitan. El filme muestra bien varios aspectos de la pobreza y la desesperanza en la Yunai, un país donde ser pobre es un fracaso y un estigma. La belleza de los paisajes rurales y agrestes, por ejemplo, contrasta con la miseria de las masas que viven vidas en silenciosa desesperación: lives of quiet desperation, según la frase de Thoreau. En este sentido, el título de la cinta y de la pieza principal de la banda sonora es irónico. Nada que ver la vida de Star con la que describe la letra de la canción. Pero American Honey también retrata los sueños escondidos y las ganas de vivir de Star y sus compas.

Me volvieron los deseos de hacer un viaje por carretera, un road trip, que ya me había provocado Captain Fantastic. Pero este viaje sería distinto: sería para acercarme a rincones rurales, abandonados de la Yunai. No querría hacerlo por el medio oeste, como la cinta, pues ya lo he recorrido un poco: Indiana, Michigan, Illinois, Nebraska, Kansas, Misuri. Quisiera ir a Nuevo México, Nevada y Arizona: para cambiar de perspectiva como lo hice al cambiar de butaca en el Magaly, un cine en el que he soñado bastante.

jueves, 22 de diciembre de 2016

Una epifanía al planear el menú navideño

Se sentó en la mesa del comedor a media tarde con el librito de cocina saludable de Kim Ok Gwan, La dieta perfecta. Poco a poco nos fue leyendo, a Xinia y a mí, las opciones para escoger el menú del domingo: algunas boquitas de entrada, una ensalada con su aderezo, un arroz, un plato fuerte. Nos listaba los ingredientes, las proporciones y la preparación de cada opción. Ponderábamos los méritos culinarios y saludables de cada receta, pues han quedado atrás los años en que comíamos pierna de chancho y jamones ahumados. Nos entretuvimos un buen rato discutiendo opciones. Cuando escogíamos una receta, ella copiaba los ingredientes y la forma de preparación en su cuadernito de apuntes. Allí anotó el dip de aguacate, el aderezo de ajonjolí, la ensalada de mazana, fresa y nuez, el arroz con maíz dulce y vegetales y el salmón en salsa de naranja. Escribía despacio, con letra manuscrita y tinta azul. Le pregunté qué anotaba en ese cuaderno y me dijo que de todo: por ejemplo, pasajes escogidos de sus lecturas, las propiedades nutritivas de tal tubérculo o tal fruta, un estudio propio del libro de Nehemías y recetas para la semana. Mi abuela Luz, su mamá, también tiene cuadernos de apuntes. Caí en cuenta, como quien tiene una epifanía, que de ellas debe haber surgido mi hábito de tener un cuaderno de apuntes en el que cabe de todo un poco. Quizá estos Apuntes y postales de hecho encuentren uno de sus orígenes allí, en los cuadernitos de mi abuela y mi mamá. De esta epifanía y mis divagaciones, regresé a la mesa del comedor y terminamos el menú. Un pequeño momento cotidiano, que parecería insignificante, excepto quizá para poetas como Rosario Castellanos, novelistas como Virginia Woolf y para algún peripatético anónimo con el hábito de observar y sacar apuntes.

martes, 20 de diciembre de 2016

Fiesta en casa de doña Luz

Mientras me acercaba, en la suave luz de la tarde decembrina vi a mi papá de pie en el antejardín, frente al corredor de la casa de mi abuela Luz, su suegra. Mi Tata andaba de guayabera morada, pantalón blanco y boina y estaba de espaldas. Me alegré de verlo allí, de pie. Recordé a mi abuelo Hernán: ¿cuántas veces lo encontré allí también, guayacán de pie, en el corredor de su casa, viendo gente pasar y sonriéndonos para recibirnos a alguna celebración del día del Padre, de la Madre, de Navidad o Año Nuevo? Aunque ya han pasado once años, todos lo recordamos. Todos. Y este domingo estábamos todos reunidos: mi abuela, todos mis tíos y tías, primos y primas de varios grados, una tía abuela, un tío abuelo y hasta la bisnieta de doña Luz, mi prima segunda más joven. Conversamos, vacilamos, almorzamos arrocito con pollo bien del campo cargadito con pasas para darle un toque dulcete, tomamos café con bollitos de pan dulce y bailamos mucho. Mi tío Hernán le añadió a su equipo de sonido y a su repertorio musical de disk jockey profesional, aparatos de discoteca: luces multicolores y aparatos de hacer neblina. Empezamos con cumbia, como siempre, el ritmo de la familia Badilla, pero hubo para todos los gustos: salsa, merengue, paso doble, twist, rock y hasta disco. Las más gatas fueron Nelly y Luz, las hermanas Quirós que todavía le hacen honor a las fiestas bailables de mi bisabuelo Manuel. El más gato, Julio, hermano de mi abuelo Hernán, quien todavía tiene la agilidad y gracia que desplegaba de joven por todos los salones bailables de San José y más allá. Yo realicé mi sueño de ser estrella al estilo Saturday Night Fever. John Travolta no es nada a la par de cómo me imagino yo que me veo cuando hago los pasos bailando música de los Bee Gees. Mi mamá le dio un toque bonito a la reunión con unas palabras de agradecimiento, seguidas de otros discursos de recuerdos familiares. Después del atardecer cada quien fue tomando su rumbo. Al final quedamos Hernán y yo conversando sobre música y la vida en el patio y mi abuelita viendo tele en la sala. Ya habíamos disfrutado un domingo feliz, en familia.

lunes, 19 de diciembre de 2016

Doña Rosa, actriz

Antes de venirme a San José le avisé a doña Rosa, mi mejor compañera de baile en Merecumbé: "Rositaaaaaa, ahorita llego, alísteme el tamalito", porque de hecho cocina muy rico. El jueves, cuando la S campeonizó, le mandé un mensaje de whatsapp con un solo "emoticón": una gatita llorando. No le hizo gracia. "Pare de sufrir, Rosita, hágase morada". Sabía que estaba jugando con fuego porque esta guanacasteca es de carácter recio. 

Pero me lo perdonó y me invitó a verla actuar. Yo sabía que ella llevaba todo el año en un taller de teatro y antes de preguntarle sobre la obra, acepté ir el sábado por la noche. Entonces me mandó la información: era una obra sobre la Virgen de Guadalupe en la iglesia católica de Guadalupe. "Ay, ya soné", pensé. Después: "Ojalá que si Tatica Dios a fin de cuentas es católico me tome en cuenta que una vez asistí a una obra de teatro sobre la mamá de su hijo".

Ni modo, por cariño a Rosita, fui. Cuando llegué al salón parroquial ella ya estaba vestida de su personaje, "Doña Rosa". Me recibió con un abrazo. Se alegró de verme. Creo que invitó a todo Merecumbé y todos zafaron, claro, solo yo caí de güicho. Pero bué, me alegré de verla.

Cuando entré a la sala, recibí el programa de la obra debidamente impreso con la información habitual: título de la obra, fuentes históricas y literarias, directora, elenco, trama. Entre los "personajes reales", es decir, históricos, se incluían: Juan Bernardino, Obispo Fray no se cuánto, el indio Juan Diego y ... ¡la Virgen de Guadalupe! Los demás personajes, claro, eran ficticios.

Cuando empezó la obra, doña Rosa fue el primer personaje en aparecer: se me aceleró el corazón, ja. ¡Rositaaaaa! Doña Rosa, el personaje, resultó ser una viejilla mojigata, "vina", fisgona y metiche, ayudante de un cura. Éste le ordena limpiar bien la iglesia y la casa cural porque viene de visita el obispo fray no sé cuanto. Mientras tanto en el monte de Tepeyac al indio Juan Diego se le aparece la Virgen, quien curiosamente siempre tiene las manos juntas sobre su pecho y el pescuezo inclinado a la derecha. Mientras los observaba conversar, yo me preguntaba como es que a la Virgen no le da tortícolis de torcer tanto el pescuezo para un solo lado. ¿Será porque ya no es de carne y hueso y los músculos no le duelen? Pero creo que yo era el único haciéndome cuestionamientos, porque la audiencia se mostraba conmovida por la dulzura de la santa y virgen madre con el indiecito. La cuestión es que la mamita del Niño le pide a Juan Diego que vaya de su parte a pedirle al obispo que le haga un templo. El indiecito va, la vieja metiche de doña Rosa y su comadre Dominga quieren saber para qué quiere ver al obispo, el indio no suelta prenda, las viejas se frustran, el obispo no sabe si creer ni qué pensar y lo despacha. Pero la madrecita insiste con Juan Diego y el pobre indio va y viene llevando recados entre la santa y virgen madre y el obispo, hasta que llega el final milagroso y feliz. 

A mí, me gustaron especialmente dos detalles. Un personaje muy humilde, un náhua, era el héroe, aunque entre la madrecita y el obispo le exprimieran el jugo.Y doña Rosa era un pacho. Me dio mucha risa ver a la viejilla intentando sonsacarle al cura y al indio y al obispo qué estaba pasando. Se me pareció a gente que conozco. 

Al final, aplaudimos mucho. A Rosita se le vinieron las lágrimas de la emoción y me enternecí. Yo pienso que cuando la gente anda feliz y disfrutando el mundo marcha mejor que cuando la gente anda triste, refunfuñando o reclamando. Y la verdad es que la producción del tallercito de teatro estaba bien lograda: el diseño del escenario, el vestuario, las luces y el sonido. Es gente que hace lo que hace con cariño. 

Cuando nos despedimos, Rosita me agradeció mucho y me abrazó y luego me dio la mano y me la apretó. Sólo por verla contenta valió el boleto.

Pero he de confesar que de inmediato me fui a Mi Taberna a encontrarme con mi amiga tico-mineira y tomarme unas cervecitas con ella. Que la santa y virgen madre me disculpe, pero la Bavaria negra, los patacones, las yuquitas y la conversación con C estuvieron ricas. Y ahí nadie corría el riesgo de sufrir tortícolis ni de fatigarse yendo y viniendo con recados entre el cielo y la tierra.

domingo, 18 de diciembre de 2016

Sabores, colores y sonidos en la Feria Verde de Aranjuez

El sábado madrugué y me fui a la Feria Verde en el polideportivo de Aranjuez a desayunar. El último sábado que estuve en Costa Rica en agosto quise ir, y cuando iba saliendo choqué el carro de mi hermana. Me quedé con las ganas de llegar a la Feria. Entonces tenía que resolver ese tema pendiente.

Apenas llegué pedí, como siempre, un yodito negro Taza Amarilla y luego fui al puesto de comidas típicas. En realidad no madrugué, eso es mentira: la verdad es que ya eran las 10:30 am cuando pedí mis acostumbrados picadillo de arracache y torta de yuca. Pero ya no quedaban.

  --Ay machito, vieras que en la últimas semanas habíamos vendido muy poco y nos había sobrado comida. Entonces hoy trajimos menos de todo y ¡no ve qué montón de gente vino! --, me dijo la señora, disculpándose. (En Costa Rica un "macho" es un rubio y aunque yo ya me rapo la cabeza, igual me dicen "macho"). A mí me dio pena que se perdieran una buena venta de diciembre.

Pero sí quedaba picadillo de chicasquil y la última tortilla palmeada de maíz hecha en el comal. Con mi picadillito y mi yodito, me senté bajo la sombra de uno de los árboles junto a la ribera del río Torres y me puse a escuchar a la banda que tocaba esa mañana en el quiosquito. Era el Grupo Akiria y presentaba música original de fusión con fuerte inspiración árabe en la percusión y el violín. Me la tiré bien rico ahí, en la sombrita, en el costado lateral del quiosco-escenario, escuchando buena música y viendo gente pasar. Aunque intenté reconocer rostros y figuras, no vi a nadie conocido, pero no me afectó. Me sentía sereno y alegre en mi anonimato observador. 

Cuando terminó el concierto, a las señoras del puestico típico les compré un fresco de mora y me fui a dar una vuelta por los puestos de artesanía y joyería mientras me lo tomaba. Al artesano francés que hace instrumentos de percusión le compré un par de chunchitos para tocar en mi apartamento mientras escucho música brasileña y nadie me ve ni me oye.

Se me acabó el fresco y quería más mora, así que me compré una paleta de mora con banano antes de irme. Quizá andaba con antojo porque el jueves el glorioso club morado ganó su trigésimo tercer campeonato nacional, ja.  

Cuando iba subiendo las gradas de la ladera, vi a un colibrí verdísimo chupándole el néctar a las flores anaranjado-rojizo de la copa de un árbol que no reconocí. Las flores parecían un cáliz de pétalos gruesos y firmes. El verde brillante contrastaba con el naranja de las flores bajo el cielo azul. ¡Qué belleza! Luego el colibrí se posó en el extremo de una rama sin hojas que apuntaba al cielo. Nunca había visto a un colibrí quedarse tan quieto tanto tiempo. Con ese día glorioso quiso llevarla suave y deleitarse.




martes, 13 de diciembre de 2016

Haikus: Arriva el invierno al Hudson

Caen níveos 
copos y el gran Hudson
guarda silencio.

Blancas gaviotas
juegan en la ciénaga
fría, austera.

Vuela y migra
un peripatético
con dirección Sur.

De China a Grecia con mi ángel taiwanesa

 一
Sábado por la noche. Me encontré con Tsun-Hui, A. Hung y Chen en el restaurante Hou Yi Hot Pot. Chen lo recomendó y ellas aprobaron. Yo confío, claro, en su criterio taiwanés para escoger comida en Chinatown. Se trataba, en este caso, de una cacerola asiática similar a las que vi antes en el Japón y otras en restaurantes vietnamitas en Nuyork. En la mesa hay varias cacerolas donde se hierven, condimentados al gusto, los ingredientes solicitados, como vegetales, carnes, mariscos, pescado, hongos de varios tipos y demás. Esa noche, Hou Yi estaba lleno a tope de gente china y taiwanesa. De hecho el frente del restaurante no parecía nada especial y no hay rótulos en inglés. Supuse que la gente llega porque se va esparciendo el rumor de que en Hou Yi la cacerola está buena. 

Mis compas habían escogido dos cacerolas con distintos condimentos, uno picante y otro más suave, y habían ordenado gran variedad de ingredientes. Me iban dando indicaciones y sugerencias de qué comer y cómo. Mientras íbamos cocinando y comiendo, conversábamos. Chen-san estudió en Baruch College en Manhattan y ahora trabaja en la New York U. No ha regresado a Taiwán en seis años pues toda su familia emigró a la Yunai. Hung-san estudió en Smith College, una universidad de mujeres en Massachusetts, y ahora trabaja en Manhattan con Tsun-Hui.  A los tres les encanta Nuyork. Pero Tsun-Hui ya siente algo de tristeza prematura, pues deberá regresar a Taiwán en julio. 

Por ahí iba la conversación mientras me deleitaba con camarón, calamar, hongos, pescado, una especie de ¿ñame? (Chinese yam) y hasta medio elote. Yo de hecho estaba evadiendo el elote porque pensaba que no tenía suficiente destreza como para comerlo con palitos chinos. Pero Chen me lo sirvió. ¿Y ahora? Para mi sorpresiva y silenciosa satisfacción, me pude comer el medio elote sosteniéndolo con los palitos. Estaba tan contento que se me dibujó una sonrisota y me preguntaron qué era tan gracioso y yo mentí y dije: -Nada-. Pero el resto de la cena me sentí realizadísimo, como si me hubiera graduado de la escuela de comer con palitos chinos.


Del Hou Yi caminamos hasta Joe's Pub para escuchar un concierto de Banda Magda. Tsun-Hui y yo teníamos entradas, pues es nuestra banda favorita en común, es decir, la que maximiza la suma de nuestra alegría cuando la escuchamos juntos. No nos perdemos ni un concierto en Nuyork. Hung-san y Chen quisieron unirse. Pero cuando llegamos a Joe's, las entradas se habían agotado. Nos dio pena pero nos despedimos de Chen y Hung-san. Entré con Tsun-Hui.  

Ya adentro, ella me dio mi regalito de fin de año: té, un llavero de un osito negro endémico de Taiwán y una tarjeta. Me escribió que cuando se vaya me extrañará pero espera que continuemos la amistad. Pensé: "No te pongás triste todavía que se me puede atravesar algo en el cogote. Nos quedan seis meses al menos". Creo que eso sí lo he aprendido bien: Viví el día a día, no te entristezcás por adelantado porque nunca sabés qué traerá la Vida. Pero solo le di las gracias y le dije que sí seremos amigos. Y que si se va a Taiwán, ahí mismo le caigo a visitarla.

Pero habíamos ido a alegrarnos con la música y el ambiente era festivo. Esta vez Magda Giannikou y su banda se volaron e incluyeron toda una sección de cuerdas: cuatro violines, dos violas, dos cellos y un bajo, además de las otras cuerdas y percusión usuales y, claro, el acordeón de Magda. Estuvo tan bueno que se pasó volando el concierto. Y como siempre, cantamos el coro de casi todas las piezas. Escuchando a Tsun-Hui, descubrí de nuevo lo que había descubierto la vez anterior en el concierto de Magda en el Centro Cultural Onassis: que Tsun-Hui tiene una voz bonita, con un timbre suave y cálido. 

Cuando nos despedimos, en la estación de Bleecker Street, nos abrazamos con cariño. Luego, en el tren de media noche, me traje para Brooklyn su voz y el abrazo que nos dimos. Soy rico en amistades y una y otra vez doy gracias por ello.

lunes, 12 de diciembre de 2016

Primera nevada

Las nubes se concentran, el intenso frío cede un poquito y de repente caen los primeros copos níveos de la estación, fluctuando en el aire hasta posarse en el pasto, en las calles y aceras, en los techos, en las ramas de los árboles y en las hojitas que aún de aferran a ellas. Es como si la nieve despidiera al otoño, limpiara el ambiente y anunciara la llegada del invierno. La primera nevada es siempre la más bella y deliciosa.

domingo, 11 de diciembre de 2016

De Colombia a Brasil en el tren F

Lo dicho: la gente que quiere verse, se encuentra y se ve, y la que sale con rollos es que no le interesa. De última hora una compa me salió con rollos y me vi "plantado" para bailar cumbia con Yotoco. Pero ya he aprendido a que nadie me atrase e igual fui a Drom. Me pegué una bailadita con una morenita y otra con un grupo alegre de gente latina que andaba disfrutando. Luego, mientras tocaban los Underground Horns, conversé un poquito con Sebastián y Natalia, los cantantes de Yotoco. Pero la música, por ratos africana, por ratos haitiana, invitaba al movimiento, y al final terminamos bailando. Luego en la pista los perdí de vista y cuando reaparecieron los de Yotoco, estaban en el escenario tocando las últimas tres piezas con los Horns: a la tuba, el trombón, la trompeta y el saxofón de éstos, le añadieron sus congas, güiros, claves y guitarra.  

Apenas terminaron, busqué mi abrigo, salí al frío, caminé unas cuadras por el Lower East Side hasta la estación del tren F y regresé a Brooklyn. Veinticinco minutos después estaba en Barbès escuchando choro y forró brasileños. La banda, Sanfona Summit, era inusual: tres sanfonas (acordeones) y una batería. Los acordeonistas, Vitor Gonçalves, Felipe Hostins y Rob Curto, son todos excelentes. Por ello, con tres acordeones y un acompañamiento de percusión, animaron una buena fiesta de forró. Había mucho gringo y se movían a lo que les salía. Pero había una pareja de viejitos que bailaba muy bien. Él era muy blanco, de pelo completamente canoso, y vestía suéter azul, jeans celestes y tenis oscuras; ella era morena piel canela, de rizos castaños, coqueta y arreglada con su vestido crema y zapatos de tacón alto. Parecían una paraja un poco dispareja. Pero bailaban muy abrazados, paso con paso al ritmo y sien contra sien. Se veían felices. Con esa imagen en mente y la música aún en mis sentidos, regresé caminando a casa. 

Apenas había pasado la media noche, pero yo ya había estado en Colombia y Brasil. Linda forma de pasar el último viernes por la noche antes de viajar.

sábado, 10 de diciembre de 2016

Un yodito en el cielo azul

Es simple: cuando la gente tiene ganas de verse, se encuentra y se ve. Si alguien sale con rollos para encontrarse, es que no le interesa. M. S.-A. y yo queríamos encontrarnos antes de que se nos vinieran encima las carreras de fin de semestre y los viajes de cada uno. Cotejando agendas, sólo había una oportunidad: desayunar el jueves, temprano, antes de que ella viajara en bus a Washington D.C., pues cuando regrese ya yo no estaré en Brooklyn. Pero lo hicimos. Ella encontró el lugar: Blue Sky Bakery, una cafetería y repostería en el barrio Prospect Lefferts Garden, al este de Prospect Park, cerca de donde agarraría el bus. Ella se levantó temprano, yo también, me mandó un texto cuando estaba lista y salimos hacia el punto de encuentro. Yo llegué un poquito antes y pedí un café. Cuando la vi acercarse, cargaba a espaldas su órgano en un estuche rojo, pues iba a un concierto con su banda en Virginia, y jalaba una maletita de rodines. Le ayudé a entrar y ella pidió un café latte y un muffin, yo un cangrejo (croissant, media luna), y listo. Conversamos una hora y se nos fue volando. Me resultan simpáticos sus colochitos trigueños y un toquecito entrecanos, y su expresión un poco desconcertante, pues sus ojos siempre miran vivaces pero las líneas hacia abajo en las comisuras de los labios la hacen parecer seria. Luego la acompañé hasta la parada del bus y nos dimos un abrazo de despedida. Ella me regaló un cd de uno de sus grupos, Miramar, el que toca boleros puertorriqueños. Se lo agradecí muchísimo, fue un lindo gesto. Y es lo dicho: nos conocimos hace poco, pero sentí en ella las mismas ganas de conocerme que yo sentía en conocerla a ella. Y así, con interés mutuo, ha llegado una nueva persona a mi vida. Bienvenida.

lunes, 5 de diciembre de 2016

Sostener la mirada en Nuyork

La mirada fugaz de la morenita latina, la otra noche en Harlem, me dejó pensando. El domingo por la tarde, al caminar por mi calle, la 17 de Brooklyn, me topé con una madre china que paseaba a su niñito de ¿dos años? en coche. Miré al niñito, el me miró directo a los ojos y me hizo el gesto de "¡adiós!" con la manita. Luego, en el Kos Kaffe, donde acostumbro leer o corregir ensayos de mis alumnos los fines de semana, sin pensarlo, en un gesto espontáneo, miré directo a los ojos, sonriendo, a una muchacha blanquita, de ojos azules, probablemente una gringuita. Me retiró la mirada. Recordé que una de las cosas más impactantes de esta ciudad de Nuyork es que si mirás a la gente adulta a los ojos, generalmente te retira la mirada de inmediato. Es repetitivo y notorio. El niño me sostuvo la mirada, pero la muchacha no. Pensé que quizá mi mayor logro tras diez años de vida en esta ciudad, aunque sea ínfimo, ha sido que aún yo le sostengo la mirada a la gente. Miro a quien sea y le digo con mis ojos: -Sos ser humano, como yo. Te reconozco-. No sé si es mucho, probablemente sea poco. Pero algo mío -la mirada directa- debo atesorar.

sábado, 3 de diciembre de 2016

Bailando cumbia en Harlem

Quería terminar la semana bailando, así que llamé a Val, mi compa brasileña. Val es paulista pero lleva ritmo nuyorquino, con dos trabajos y muchos quehaceres, así que a veces nos cuesta vernos. Pero le pregunté: 

  - ¿Vamos a bailar?
  - Vamos. Hay un grupo colombiano de cumbia que quiero escuchar, Uribe. Creo que tocan esta noche. 

¡Que nadie me atrase! De una vez busqué la información. La Uribe Big Band tocaba en el Ginny's Supper Club en Harlem. Yo quería bailar y además hace mucho que no iba a Harlem, así que me picaban los pies. Nos pusimos de acuerdo para encontrarnos allí.

Agarré el tren F y cambié al A, el famoso A Train que te lleva a Harlem, como en la pieza de Duke Ellington y Ella Fitzgerald. Antitos de las 8 pm ya caminaba por la calle 125, el Dr. Martin Luther King Jr. Boulevard, tomándole el pulso al barrio. Por ahí se camina a otro ritmo, con otro compás, con cadencia propia del sitio. Pasé frente al Teatro Apollo, iluminado como siempre, y poquito después me encontré un rapero, aunque no muy bueno. Ya pronto estaba en la intersección del MLK con el Malcolm X Boulevard y allí mismo estaba el club, en el sótano del Red Rooster. 

La banda comenzó en punto y Val no había llegado de Queens. Se había perdido manejando con el GPS y había recalado en...!Brooklyn! Me llamó y le dije: -¡Val, es en el Malcolm X Boulevard de Harlem, no el de Brooklyn!-. "Pobre garota, se va a demorar en llegar", pensé.

Había mucha gente y poco espacio disponible, pero me acomodé con buena vista al escenario y desde la primera cumbia me empecé a mover al ritmo. A mi lado había un grupo de muchachas latinoamericanas, muy animadas, una venezolana entre varias colombianas. Justo a mi lado se ubicó una morenita, piel canela, cabello negro largo y ondulado, ojos negros. El resto de las chicas conversaban entre ellas, pero la morenita le prestaba mucha atención a la banda y bailaba discretamente. 

Yo estaba como Bruce Springsteen cuando canta en "Dancing in the Dark": "Come on baby, give me just one look! You can't start a fire without a spark". Pero nada. Ella bailando por su lado y yo por el mío.

En la última pieza del set, la gente cantaba a coro: "Vida enamorada".  Y los dos lo cantábamos. Yo sentí que me miraba de reojo. Quizá percibió una onda latina y una vibra alegre y tranquila, qué se yo. Así me sentía yo, en todo caso. Justo cuando terminó la pieza, nos volvimos a ver. Ella me sonrió, yo le sonreí y cuando le iba a hablar, sentí que me tocaban la espalda. ¡Era Val! La morenita se dio media vuelta y se puso a hablar con sus amigas. 

Y yo me alegré de ver a Val, pero no podía dejar de lamentar la ironía. Con lo que cuesta encontrar una mirada de esas en esta ciudad de solitarios ensimismados y ¡zás!, cuando la encontrás se desvanece en un momento. 

Pero me repuse. Quería bailar con Val, ese era el propósito del encuentro en Harlem. Y una mirada es algo fugaz pero una amistad es algo sólido. Así que en el segundo set nos soltamos y lo bailamos todo, cumbias, salsas y algún merenguito. Y para cerrar, "Ojalá que llueva café."

Y sí, ojalá que llueva café en el campo y en Harlem y en Brooklyn. Y que Val y yo bailemos mucho, muchas veces, y seamos muy amigos. Y que esa mirada de la morenita no se me borre de la memoria.