Miércoles. La inquietud me mantuvo despierto de madrugada. Me dormí
casi al alba y me he levantado un poco tarde. No sólo he perdido el B68 de las 9:51 am, sino también el de las 10:01. Para colmos el de las 10:11 ha pasado atrasado, a las 10:19. Resultado:
voy con el tiempo justo para llegar a la clase de filosofía moderna.
No
quiero mirar el reloj. Mientras observo por la ventana las montañas de
nieve y hielo en la aceras y caños, se me viene un lejano recuerdo de mi
infancia en San José. Mi mamá me lleva en bus de Guadalupe a la peluquería para niños en el centro de San José. A mí me gustaba porque me regalaban chupa-chupas (lolly pops).
Uva era mi sabor favorito. Vamos tarde a la cita. Yo no tengo reloj.
Entonces le pregunto la hora. Pero ella me aconseja que no me fije en la
hora. Ya que vamos tarde, nada se gana con desesperar. Llegaremos y
entonces veremos. El recuerdo me lleva a preguntarles por texto a mis
papás sobre la peluquería. Mi papá me responde: la barbería Cri Cri
quedaba a la vuelta de la Tienda Luconi en Cuesta de Moras, la sastrería
donde trabajaba mi abuelo Hernán, de la esquina oeste, 75 metros al
sur, osea, en Calle 9 entre las avenidas Central y Segunda.
Mis
pensamientos están en el centro de San José durante mi infancia, pero
el B68 ya ha llegado a mi parada en la esquina de la Avenida Coney
Island con la Avenida H. Me bajo y camino por la H en dirección este,
hacia el campus. En la esquina de la calle East 15th encuentro sentada, sobre
el hielo y la nieve, una mujer indigente. Ya la había visto allí el lunes por la tarde, antes de la tormenta, en el trayecto hacia mi casa. Es afro-americana, de
cuarenta y pico de años. La piel de su rostro está ajada y tiene aspecto
enfermizo por el consumo de drogas. ¿Piedra? Le faltan varios dientes. ¿Metanfetamina? Sin embargo, hay un detalle incongruente, bonito y desconcertante a la vez: lleva pintura de labios color lavanda.
Sus ojos imploran y sufren. Paso de frente, pero diez metros después me detengo, me doy vuelta y le pregunto si quiere una manzana, la que llevo para mi merienda. Me dice que quiere un café para calentarse. Camino veinticinco metros hasta el Deli de la Avenida H al lado de la estación del tren Q. Entro y a la dueña, una señora china de sesenta años, le pido un café. $1.25 por algo de sabor y calor. Salgo, le llevo el café a la mujer y cuando extiende el brazo para recibirlo me percato de que está tiritando de frío. Las manos le tiemblan y con dificultad me recibe el café. -God bless you-, me dice. "Dios la oiga, señora, y que los ángeles la amparen". No sé cómo se salvará de una pneumonía.
Continúo. Llegaré tarde. Ya no importa.
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