El domingo me desperté en medio de un sueño lúcido que me alegró. Estaba visitando a mi tío Yique con mi papá. Ellos dos tenían como treinta años. Yique vestía saco y pantalones de lino blanco y camiseta turquesa. Vivía en un apartamento cuyas paredes eran enormes ventanales. Elevado por altísimos pilotes, su casa se ubicaba en medio de un río y se conectaba a una pared del cañón en sus márgenes por un puente. Por una puerta corrediza de cristal se salía de la sala a una terraza de madera desde la cual se veía el río que corría por debajo: profundo, ancho, de aguas limpias pero correntada poderosa que rugía en las piedras y levantaba arena del fondo. Mientras lo observaba y pensaba que era el río Barranca, mi papá traía de adentro tres carruchas con cuerda, plomo y anzuelo. Lanzábamos cada uno la cuerda al río, unos veinticinco metros abajo, para pescar. Yo no lograba lanzar la cuerda correctamente para que se desenrollara con el peso del plomo y el anzuelo llegara al agua. Entonces Yique me enseñaba cómo. Con un movimiento certero y fuerte lanzaba plomo y anzuelo y la cuerda sonaba al desenrollarse.
Entonces, mientras yo hacía mi primer intento de lanzar el anzuelo, Yique se subía a la varanda y se dejaba caer al río con traje y todo. Yo me angustiaba y pensaba que se iba a matar. Mi papá salía del apartamento y bajaba corriendo por entre los peñascos del cañón del río para alcanzar la orilla. Yo me decidía y me lanzaba de clavado. Caía al agua y buscaba a Yique desesperadamente. Me zambullía y lo buscaba y volvía a salir y atisbaba la superficie y la orilla sin verlo. La corriente no me arrastraba porque el río ahora se parecía a los remansos del estuario en las bocas del Térraba. Tras varias zambullidas, empezaba a perder la esperanza de encontrarlo. Entonces llegaba mi papá con mi tío Chino, flaco y velludo, a la orilla y entraban con parsimonia al agua. Chino tenía cuarenta años y estaba pensativo. En eso, el cuerpo de Yique salía a flote de espalda, los brazos abiertos en cruz. Yo pensaba que se había ahogado. Pero cuando nadaba hacia él, Yique expelía agua por su boca como ballena, se reía, con esa risa de labios entrecerrados y mirada pícara que recuerdo de él, y se ponía a nadar en dorso.
Entonces me desperté. Me alegró tanto ver a Chino y Yique con mi papá. En todo el domingo no hablé con nadie. Me sentía sereno y ponderaba el por qué del sueño. ¿Quizá lo soñé porque en el sábado por la noche dejé a Ulises despidiéndose de la diosa Kirkê antes de zarpar hacia la aguas frías y oscuras de la región de los muertos? ¿Eso me sugestionó inconscientemente? ¿Zarpó hacia allá mi inconsciente?
¿Qué decir un domingo en el que te encontraste en sueños con dos tíos, cada uno en su río? El Barranca forma parte de nuestra historia familiar con Yique, el Térraba con Chino. Al Barranca, en la cercanías de Puntarenas, íbamos de paseo con Yique y su familia. Bajábamos del puente hasta la orilla cubierta de grandes piedras, y pasábamos el día escuchando el rugir de la corriente, bañándonos en los pequeños remansos y comiendo frijolitos molidos, tortillitas, huevos duros, atún. Chino nos llevó a navegar por las bocas del Térraba, donde pescaba pargo y camaroneaba en los playones. Una vez se perdió dándole vuelta al mismo islote, hasta que reconoció al mismo grupo de monos en un árbol. Eso cuenta mi papá. Otra vez nos llevó a nadar y camaronear. En mis sueños y sus misteriosas fuentes ambos tíos están bien, uno sereno y el otro juguetón, felices en sus ríos.
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