sábado, 26 de noviembre de 2016

Del Hudson al Schuylkill


El Hudson fluía tranquilo la mañana después de Acción de Gracias. Estaba tan calmo que parecía un espejo opaco, sin oleaje ni crestas que revelaran a la vista la potencia de su caudal. Ya había desayunado con mis amigos y lo observaba desde el andén de la estación de tren en Dobbs Ferry. En la ribera opuesta, la occidental, la mayoría de los árboles en la cima del paredón de roca maciza del cañón aún conservaban el follaje naranja, rojo y marrón del fin del otoño. Bajo el cielo seminublado, el río reflejaba el follaje en tonos mate. Soplaba una brisa muy leve y la luz matinal daba un toque suave y gentil a la escena. Pensé que a pesar de momentos de mucha soledad y otros de preocupación por mi propia familia en Costa Rica, como hace un año, he llegado a querer estos parajes neoyorquinos porque en ellos he vivido buenas experiencias con amigos queridos como los Smith-Connolly-McCarthy. Luego abordé el tren y me senté del lado derecho para ver el río de cerca mientras éste me llevaba de vuelta a la ciudad.


En Penn Station abordé el tren a Filadelfia. Leí por un buen rato y almorcé un sanguchito que había comprado en la estación. Hora y media después, ya descendía en la estación de la calle 30 en "Fili". Me orienté rápidamente para enrumbarme al Museo de Arte. Aunque viví en el estado de Pensilvania por más de una década, y estuve en múltiples ocasiones en Fili, nunca lo había visitado. Salí de la estación, atravesé el puente sobre el río Schuylkill y ya del otro lado descendí hasta el sendero que corre a lo largo de la ribera, el Schuylkill River Trail. El cielo gris me recordó los inviernos pensilvanianos. Las aguas del río aparecían oscuras, casi negras, y un tanto turbias. Y sin embargo, me sentía bien, como si estuviese en un lugar que me acercaba a los grandes amigos y las queridas amigas que tuve através de los años en Pensilvania. 

Caminé a paso lento los dos kilómetros hasta el museo. Pensé en dos cosas. En esta ciudad hice mis trámites de migración y, gracias a ellos, en esta época de persecución que se viene estaré más firme para resistir y ser solidario con mis amigos indocumentados. Quizá ha sido un buen momento para regresar. De hecho, en el museo por casualidad me encontraría con la exhibición "Pinta la Revolución: Arte moderno mexicano, 1910-1950," muy oportuna. Si nos construyen un muro, les pintaremos un mural, y por debajo les haremos un hormiguero, como en la pieza de Calle 13.

Pero aún más importante: recordé a las personas que aquí he amado, sobre todo las que aún se hacen presentes en mi vida porque valoran mi amistad. Para matizar los recuerdos, escuché "Streets of Philadelphia" de Bruce Springsteen. Pero esa pieza es sobre un pobre tipo a quien los amigos no sólo lo abandonaron sino que lo traicionaron. Yo, en cambio, todavía puedo agradecer el cariño de tantos y tantas. 

Cuando terminé de subir los famosos escalones del museo, los que sube corriendo Rocky Balboa en la película hasta la explanada donde levanta los brazos, volví a ver a lo largo del Benjamin Franklin Parkway hasta reconocer la cúpula del Ayuntamiento (City Hall), en la distancia. Recordé tantos momentos en Fili y en el Keystone State. Un buen trecho de vida viví acá. Dejé un pedacito de corazón seguramente, y otros pedacitos se los llevaron mis amigos y amigas consigo desde los bosques de Penn para España, Brasil, Perú, Argentina, Uruguay, Portugal, Inglaterra. 

Luego me di media vuelta y entré al museo. Me esperaban los revolucionarios modernos mexicanos y mi amiga Maren.



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