El domingo me encontré para almorzar con Sebastián, el líder de Yotoco. Quería agradecerle pues me otorgó permiso para citar versos de su canción "Indocumentado" en mi libro por salir publicado, Resilient Loving. Lo había invitado a Geido en Flatbush Avenue, mi japonés favorito, pero estaba cerrado. Pero fue un feliz contratiempo, pues Sebastián sugirió que fuéramos a 5ive Spice: Tacos and Banh Mi, un vietnamita en 5th Avenue que resultó una joyita culinara desconocida para mí. Yo pedí sopa pho de vegetales y Sebastián un "sanguche" banh mi de chancho. Lo demás fue tertulia. Es gracioso: él es ingeniero y músico, pero quisiera ser también filósofo, no profesional, pero sí cultivar el pensar y vivir filosófico más profundamente. Yo soy filósofo, fui matemático, quizá soy un poquito poeta y bailarín por entusiasmo y ganas, pero quisiera ser músico. Esa, sin embargo, es una buena fórmula para la amistad.
El domingo Sebastián me enseñó sobre rumba y percusión cubana ligadas a rituales religiosos de orígen africanos y yo no le enseñé ni jota pero le hablé un poquito de filosofía moderna y de Kant, pues le interesa. Me pregunté si alguna vez escribí una canción y le dije que no pero que en la época universitaria escribía poesía. --¿En español?--, me preguntó. Pero le expliqué que no: como estudié todo en inglés, incluyendo literatura estadounidense, británica e irlandesa, mal imitaba lo que leía y escribía en inglés. Se rió y me dijo que él lo que hizo fue dividirse en dos cuando emigró de Colombia para Florida: la ingeniería y matemática la estudió en inglés, pero todo lo artístico y cultural lo cultivó en español. --Escribía pésima poesía imitando a Pablo Neruda, ¡era horrible!--, confesó riéndose de si mismo. --Diay, somos cajas de resonancia, tenemos que imitar voces y sonidos hasta que nos va surgiendo la propia--, dije. En realidad, él como compositor de letras y música con raíces colombianas ya tiene su voz. Yo no creo tenerla en poesía, pero creo que he tenido momentos de filosofía lírica originales. --A ver cómo me va con Resilient Loving--, le dije. No le conté sobre estos Apuntes y Postales. Me da "güergüencita".
Lo que sí compartimos fue una agradable tertulia de almuerzo dominguero, matizada por un buen café vietnamita para alargarla. Luego él regresó a leer Murakami en su casa y yo me fui al Kos Kaffe a corregir exámenes. El domingo, en todo caso, ya había valido como un buen día.
martes, 28 de marzo de 2017
lunes, 27 de marzo de 2017
Un poquito de choro, otro poquito de cumbia
El viernes me parecía, por los períodicos y los chats, que toda Tiquicia esperaba ansiosa el partido de la Sele tica en México. Pero así como cuando se espera que Costa Rica pierda, gana, cuando se espera que gane, pierde. Entonces en vez de buscar un restaurante mexicano o un bar latino para ver el partido, me fui a pasear musicalmente por Brasil y Colombia sin moverme de Barbès. Tuve razón. Los ticos nos quedamos en hablada de otro Aztecazo, pero al menos yo disfruté.
Esperaba que Regional de NY se presentara con una formación que les permitiera pasar del choro al forró, para bailar ritmos nordestinos. Tenía ganas. Pero aunque llegó el acordionista, faltó percusión. En cambio, esta vez ofrecieron algo inesperado e interesante. Eran cinco intrumentos: la guitarra, el acordeón, la pandereta, la mandolina y, para mi sorpresa, un violoncello. Y así organizaron una roda de choro inusual, sin viento: ni flauta, ni clarinete, ni saxofón pero con una violoncello. En un momento especial, se le unió una vocalista, una cantora de samba de piel dorada, ojos verdes, rizos rojizos y voz cálida que intrepretó sambas de Cartola. Eso me recordó a Analúcia, la morena paulista de rizos negros y sonrisa amplia que me presentó no solo a Cecília Meireles con su propia animación del poema "Pescaria," sino al samba de raíz con su tema favorito, "A Sorrir (O Sol Nascerá)" de Cartola. Pero de la ensoñación pronto regresé a Barbès porque tenía a una bahiana cantando ahí mismo, y del samba de Cartola pasó a interpretar piezas de Dorival Caymmi. Luego los músicos regresaron al choro y cerraron con una versión sensacional de "Um a Zero" de Pixinguinha. ¡Qué maravilla! Mi primer cd de choros de Pixinguinha también me lo grabó Analúcia. Pero esta versión me gustó en particular porque cada músico tocó un solo de la melodía principal: primero el cello, luego la mandolina, de seguido el acordeón y finalmente la guitarra, antes de que el panderetero improvisara un solo sensacional de percusión para cerrar todos juntos de nuevo con la melodía principal. ¡Qué delicia!
Ya eso habría sido suficiente deleite musical para una noche. Pero yo andaba goloso y quería cumbia y marchas colombianas interpretadas por Chia's Dance Party. El líder del grupo, Martín Vejarano, es un tipo buena gente y excelente músico que ya me había alegrado la vida junto con uno de sus otros conjuntos, Cumbia River Band. En éste es clarinetista y pensé que ese era su instrumento, como Xinia en sus inicios, pero resulta que es principalmente percusionista y con Chia's Dance Party toca batería. La formación del conjunto era también muy especial, percusión y viento metal nada más: batería, saxofón soprano, saxofón alto, tuba y bombardino o eufonio. Éste último yo ni lo conocía pero resulta que es "uno de los ejes de la cultura musical del Caribe" colombiano. La música de Chia's tiene raíces populares y folclóricas, pero las composiciones y los arreglos de Martín son sofisticados. Él le ponía toda la energía a la batería y la voz y los demás se fajaban con sus instrumentos. El músico del sax soprano era Lívio Almeida, un paulistano que ya había conocido por medio de M. S.-A., la chilenita de los rizos castaños. En el intervalo lo saludé y de hecho me confirmó que a los arreglos de Martín había que entrarles con todo, que era música que demandaba toda la energía física del instrumentista. Se notaba. Pero para eso estamos los bailarines de la audiencia, para acompañarlos. Entonces también le dimos con todo al baile, a paso de cumbia pero de vez en cuando con marchas y ritmos complejos que te obligaban a escuchar y dejarte ir un poco.
Y así me dejé ir. Como lo veía venir, los ticos en la cancha del Azteca esta vez no hicieron nada. Pero yo me la pasé rico, de Brasil a Colombia con el choro y la cumbia experimental.
Esperaba que Regional de NY se presentara con una formación que les permitiera pasar del choro al forró, para bailar ritmos nordestinos. Tenía ganas. Pero aunque llegó el acordionista, faltó percusión. En cambio, esta vez ofrecieron algo inesperado e interesante. Eran cinco intrumentos: la guitarra, el acordeón, la pandereta, la mandolina y, para mi sorpresa, un violoncello. Y así organizaron una roda de choro inusual, sin viento: ni flauta, ni clarinete, ni saxofón pero con una violoncello. En un momento especial, se le unió una vocalista, una cantora de samba de piel dorada, ojos verdes, rizos rojizos y voz cálida que intrepretó sambas de Cartola. Eso me recordó a Analúcia, la morena paulista de rizos negros y sonrisa amplia que me presentó no solo a Cecília Meireles con su propia animación del poema "Pescaria," sino al samba de raíz con su tema favorito, "A Sorrir (O Sol Nascerá)" de Cartola. Pero de la ensoñación pronto regresé a Barbès porque tenía a una bahiana cantando ahí mismo, y del samba de Cartola pasó a interpretar piezas de Dorival Caymmi. Luego los músicos regresaron al choro y cerraron con una versión sensacional de "Um a Zero" de Pixinguinha. ¡Qué maravilla! Mi primer cd de choros de Pixinguinha también me lo grabó Analúcia. Pero esta versión me gustó en particular porque cada músico tocó un solo de la melodía principal: primero el cello, luego la mandolina, de seguido el acordeón y finalmente la guitarra, antes de que el panderetero improvisara un solo sensacional de percusión para cerrar todos juntos de nuevo con la melodía principal. ¡Qué delicia!
Ya eso habría sido suficiente deleite musical para una noche. Pero yo andaba goloso y quería cumbia y marchas colombianas interpretadas por Chia's Dance Party. El líder del grupo, Martín Vejarano, es un tipo buena gente y excelente músico que ya me había alegrado la vida junto con uno de sus otros conjuntos, Cumbia River Band. En éste es clarinetista y pensé que ese era su instrumento, como Xinia en sus inicios, pero resulta que es principalmente percusionista y con Chia's Dance Party toca batería. La formación del conjunto era también muy especial, percusión y viento metal nada más: batería, saxofón soprano, saxofón alto, tuba y bombardino o eufonio. Éste último yo ni lo conocía pero resulta que es "uno de los ejes de la cultura musical del Caribe" colombiano. La música de Chia's tiene raíces populares y folclóricas, pero las composiciones y los arreglos de Martín son sofisticados. Él le ponía toda la energía a la batería y la voz y los demás se fajaban con sus instrumentos. El músico del sax soprano era Lívio Almeida, un paulistano que ya había conocido por medio de M. S.-A., la chilenita de los rizos castaños. En el intervalo lo saludé y de hecho me confirmó que a los arreglos de Martín había que entrarles con todo, que era música que demandaba toda la energía física del instrumentista. Se notaba. Pero para eso estamos los bailarines de la audiencia, para acompañarlos. Entonces también le dimos con todo al baile, a paso de cumbia pero de vez en cuando con marchas y ritmos complejos que te obligaban a escuchar y dejarte ir un poco.
Y así me dejé ir. Como lo veía venir, los ticos en la cancha del Azteca esta vez no hicieron nada. Pero yo me la pasé rico, de Brasil a Colombia con el choro y la cumbia experimental.
jueves, 23 de marzo de 2017
Una bienvenida a Primavera con Yotoco
El lunes Alba me encontró esperándola despierto. Quizá por ello, me sentí un poco molido todo el día de clases. Regresé a mi casa a dormir una siesta que me revitalizó. Me desperté dispuesto a salir a bailar con Yotoco en Barbès. "P'allá me jui" a darle la bienvenida a Primavera. Había poca gente, pero Sebastián, Nati, Gabo y los muchachos nos regalaron un buen concierto a los que llegamos. La feria fue la presencia de Roberto, un músico de Santa Marta que toca música de gaita colombiana. Al final del primer set, Roberto se unió a Yotoco, tocó su gaita y cantó, mientras Sebastián tocaba otra gaita y maraca al mismo tiempo, y el resto acompañaba. En el instante le mandé un audio a Xinita en Costa Rica. Me respondió: "Eso puede bailarse como swing criollo. ¿Qué es?" Le expliqué que era gaita, el origen de la cumbia. Nos gustó.
En el intermedio pedí una negra irlandesa en la barra, levanté la jarra a la salud de la Divina y la Primavera, bebí el primer sorbo, y busqué Sebastián. Me presentó a Roberto: buena gente, me explicó el origen indígena de la gaita y la adaptación que hicieron para sus ritmos los afrodescendientes en Colombia. Sólo esto ya valió el boleto. Pero en el segundo set además de cumbia hasta bailé un bolero y un chachachá con una gringa animada: aunque no diera bien los pasos, se adaptaba y disfrutaba. Terminé feliz, me despedí rapidito de los chochamus y regresé a casa. El tiempo primaveral estaba tan agradable que caminé hasta casa. Me acompañaron mi Sol de media noche, dos mapaches en busca de comida y un gato negro con una estrella blanca pintada en el pecho y la cara. Cosas veredes un martes de madrugada en las cercanías del parque.
En el intermedio pedí una negra irlandesa en la barra, levanté la jarra a la salud de la Divina y la Primavera, bebí el primer sorbo, y busqué Sebastián. Me presentó a Roberto: buena gente, me explicó el origen indígena de la gaita y la adaptación que hicieron para sus ritmos los afrodescendientes en Colombia. Sólo esto ya valió el boleto. Pero en el segundo set además de cumbia hasta bailé un bolero y un chachachá con una gringa animada: aunque no diera bien los pasos, se adaptaba y disfrutaba. Terminé feliz, me despedí rapidito de los chochamus y regresé a casa. El tiempo primaveral estaba tan agradable que caminé hasta casa. Me acompañaron mi Sol de media noche, dos mapaches en busca de comida y un gato negro con una estrella blanca pintada en el pecho y la cara. Cosas veredes un martes de madrugada en las cercanías del parque.
Un hasta pronto a Tsun-Hui
Quedamos de ver la película Manchester by the Sea en mi apartamento el domingo por la noche. Yo esperaba a Tsun-Hui para preparar una cena sencillita antes de ver la cinta. Pero cuando llegó, ya había cenado con su amiga Fortuna. Ah. Bueno. Malentendido. Ni modo. Me preparé una merienda sencilla: tostadas de pan multigranos con hummus, aceitunas y rodajas de tomate. Abrí la botella de Pinot Noir del valle del río Willamette que ella trajo, serví una copa para cada uno y nos sentamos a ver la peli.
La fotografía del Atlántico en la escena inicial, cuando una barco de pescadores se acerca a puerto en la costa de Massachusetts, ya me cautivó. Y la cinta me mantuvo completamente inmerso en su mundo por un par de horas. Es la historia de un tío huraño, de vida solitaria, que vive en Boston pero regresa a su pueblito costeño pues debe hacerse cargo como guardián de su sobrino. Poco a poco vas descubriendo porqué el tío, de naturaleza cariñosa y responsable, ha vivido así, tan aislado, por varios años. Y te deja devastado. Tanto que Tsun-Hui lloró y lagrimeó por largo rato, pero calladita y quietecita, como muchacha asiática, así como para que yo no me diera cuenta. Pero yo no le podía decir nada porque tenía la garganta hecha un nudo. Si hubiera intentado hablar, no habría podido hacerlo sin que se me quebrara la voz. Entonces me quedé callado con el cogote hecho un colocho hasta el final. Y el desenlace te deja en silencio. Así nos quedamos hasta que pasaron todos los créditos.
Después del silencio me dijo: --¿Quizá era muy triste para un domingo en la noche?--. Pero a mí me pareció que valió la pena aunque fuera un domingo. La vida puede ser muy dura. El corazón humano puede romperse pero busca restaurarse y vivir. No hay garantías, quizá no logre recomponerse del todo, pero lo sigue intentando. --Al menos la vimos juntos, no quisiera haberla visto sola--, puntualizó. Asentí en mi mente, sin decirlo.
Nos despedimos rápido. Tsun-Hui aún debía regresar a su apartamento en Manhattan y prepararse para el lunes. Y yo tenía que preparar una lección de filosofía moderna. Antes de despedirnos, le pregunté cómo se sentía para su viaje a Tokio. Va a entrevistarse con tres empresas. Se siente ilusionada. Yo me alegro por ella aunque bien sé que Nueva York me va a parecer una ciudad de ocho millones de personas menos una muy importante cuando ya no esté. Justamente por ello, un simple domingo de película con ella es un tesoro para mí.
La fotografía del Atlántico en la escena inicial, cuando una barco de pescadores se acerca a puerto en la costa de Massachusetts, ya me cautivó. Y la cinta me mantuvo completamente inmerso en su mundo por un par de horas. Es la historia de un tío huraño, de vida solitaria, que vive en Boston pero regresa a su pueblito costeño pues debe hacerse cargo como guardián de su sobrino. Poco a poco vas descubriendo porqué el tío, de naturaleza cariñosa y responsable, ha vivido así, tan aislado, por varios años. Y te deja devastado. Tanto que Tsun-Hui lloró y lagrimeó por largo rato, pero calladita y quietecita, como muchacha asiática, así como para que yo no me diera cuenta. Pero yo no le podía decir nada porque tenía la garganta hecha un nudo. Si hubiera intentado hablar, no habría podido hacerlo sin que se me quebrara la voz. Entonces me quedé callado con el cogote hecho un colocho hasta el final. Y el desenlace te deja en silencio. Así nos quedamos hasta que pasaron todos los créditos.
Después del silencio me dijo: --¿Quizá era muy triste para un domingo en la noche?--. Pero a mí me pareció que valió la pena aunque fuera un domingo. La vida puede ser muy dura. El corazón humano puede romperse pero busca restaurarse y vivir. No hay garantías, quizá no logre recomponerse del todo, pero lo sigue intentando. --Al menos la vimos juntos, no quisiera haberla visto sola--, puntualizó. Asentí en mi mente, sin decirlo.
Nos despedimos rápido. Tsun-Hui aún debía regresar a su apartamento en Manhattan y prepararse para el lunes. Y yo tenía que preparar una lección de filosofía moderna. Antes de despedirnos, le pregunté cómo se sentía para su viaje a Tokio. Va a entrevistarse con tres empresas. Se siente ilusionada. Yo me alegro por ella aunque bien sé que Nueva York me va a parecer una ciudad de ocho millones de personas menos una muy importante cuando ya no esté. Justamente por ello, un simple domingo de película con ella es un tesoro para mí.
miércoles, 22 de marzo de 2017
Un hasta luego a Ladama
Las muchachas de Ladama Project entran al escenario en Union Pool, un bar de varios ambientes, incluyendo billares, un gran vestíbulo y la sala de conciertos, en Williamsburg. Para las chicas es su último concierto de esta gira por la Yunai que ya ha cumplido cuatro meses. Las conocí un poquito tarde pero me alegro de escucharlas una vez más antes de que Mafer regrese a Barquisimeto, luego Daniela a Bogotá, Lara a Recife y Sara se quede solita en Brooklyn.
Este sábado abren con "Porro Maracatú" y me embeleza escuchar a Daniela rapeando mientras toca el tambor alegre. Luego tocan "Pajarillo" y la bandola de Mafer me lleva a la Venezuela de mi Sol. Y de allí continúa la alegría y la belleza recorriendo toda América. Sara, quien es de San Luis, Misuri, homenajea a Chuck Berry pues ha fallecido. Ella creció en el barrio del rockero negro y su mamá fue maestra de los nietos de Berry, explica. Se luce la misuriana con un clásico de los sesenta y por primera vez me doy cuenta que su potente voz en inglés tiene tonos cálidos afroamericanos, herencia de su barrio. Las chamas se lucen además con nuevas piezas. De todas, la mejor es "Sin amarras," canción de letra feminista que Daniela, la autora, le dedica a todas las mujeres en la audiencia. Cierran con "Cumbia brasilera," la pieza más bailable de todas en vivo, y el corazón se me inunda de alegría como el cuerpo. Pero la audiencia pide "otra, otra, otra" y las garotas complacen con "Boa noite," un coco, ritmo recifense. Después del concierto, conversamos bastante. Daniela está muy feliz, dice. Mafer anda alegre y bailamos un poco con la música del DJ. Luego converso con Lara y me entretengo escuchando su acento pernambucano. Saudades do Recife.
Al rato, las muchachas tienen que sacar sus instrumentos de la zona de detrás del escenario. Es hora de decir "hasta luego". Las gurias a lo suyo, yo a lo mío. Se van a casa pero regresan en setiembre a Brooklyn a lanzar su disco que ya ha quedado grabado.
lunes, 20 de marzo de 2017
Alba
Alba me ha encontrado
esperándola despierto.
Acostado de espalda,
frotándome mis propios pies
con la punta fría de mis dedos,
respirando profundo, con cadencia,
intentando sentir sin pensar,
anhelaba la caricia
de sus níveas manos
en mis párpados cerrados.
esperándola despierto.
Acostado de espalda,
frotándome mis propios pies
con la punta fría de mis dedos,
respirando profundo, con cadencia,
intentando sentir sin pensar,
anhelaba la caricia
de sus níveas manos
en mis párpados cerrados.
domingo, 19 de marzo de 2017
Atrasado en la Avenida H
Miércoles. La inquietud me mantuvo despierto de madrugada. Me dormí
casi al alba y me he levantado un poco tarde. No sólo he perdido el B68 de las 9:51 am, sino también el de las 10:01. Para colmos el de las 10:11 ha pasado atrasado, a las 10:19. Resultado:
voy con el tiempo justo para llegar a la clase de filosofía moderna.
No quiero mirar el reloj. Mientras observo por la ventana las montañas de nieve y hielo en la aceras y caños, se me viene un lejano recuerdo de mi infancia en San José. Mi mamá me lleva en bus de Guadalupe a la peluquería para niños en el centro de San José. A mí me gustaba porque me regalaban chupa-chupas (lolly pops). Uva era mi sabor favorito. Vamos tarde a la cita. Yo no tengo reloj. Entonces le pregunto la hora. Pero ella me aconseja que no me fije en la hora. Ya que vamos tarde, nada se gana con desesperar. Llegaremos y entonces veremos. El recuerdo me lleva a preguntarles por texto a mis papás sobre la peluquería. Mi papá me responde: la barbería Cri Cri quedaba a la vuelta de la Tienda Luconi en Cuesta de Moras, la sastrería donde trabajaba mi abuelo Hernán, de la esquina oeste, 75 metros al sur, osea, en Calle 9 entre las avenidas Central y Segunda.
Mis pensamientos están en el centro de San José durante mi infancia, pero el B68 ya ha llegado a mi parada en la esquina de la Avenida Coney Island con la Avenida H. Me bajo y camino por la H en dirección este, hacia el campus. En la esquina de la calle East 15th encuentro sentada, sobre el hielo y la nieve, una mujer indigente. Ya la había visto allí el lunes por la tarde, antes de la tormenta, en el trayecto hacia mi casa. Es afro-americana, de cuarenta y pico de años. La piel de su rostro está ajada y tiene aspecto enfermizo por el consumo de drogas. ¿Piedra? Le faltan varios dientes. ¿Metanfetamina? Sin embargo, hay un detalle incongruente, bonito y desconcertante a la vez: lleva pintura de labios color lavanda.
Sus ojos imploran y sufren. Paso de frente, pero diez metros después me detengo, me doy vuelta y le pregunto si quiere una manzana, la que llevo para mi merienda. Me dice que quiere un café para calentarse. Camino veinticinco metros hasta el Deli de la Avenida H al lado de la estación del tren Q. Entro y a la dueña, una señora china de sesenta años, le pido un café. $1.25 por algo de sabor y calor. Salgo, le llevo el café a la mujer y cuando extiende el brazo para recibirlo me percato de que está tiritando de frío. Las manos le tiemblan y con dificultad me recibe el café. -God bless you-, me dice. "Dios la oiga, señora, y que los ángeles la amparen". No sé cómo se salvará de una pneumonía.
Continúo. Llegaré tarde. Ya no importa.
No quiero mirar el reloj. Mientras observo por la ventana las montañas de nieve y hielo en la aceras y caños, se me viene un lejano recuerdo de mi infancia en San José. Mi mamá me lleva en bus de Guadalupe a la peluquería para niños en el centro de San José. A mí me gustaba porque me regalaban chupa-chupas (lolly pops). Uva era mi sabor favorito. Vamos tarde a la cita. Yo no tengo reloj. Entonces le pregunto la hora. Pero ella me aconseja que no me fije en la hora. Ya que vamos tarde, nada se gana con desesperar. Llegaremos y entonces veremos. El recuerdo me lleva a preguntarles por texto a mis papás sobre la peluquería. Mi papá me responde: la barbería Cri Cri quedaba a la vuelta de la Tienda Luconi en Cuesta de Moras, la sastrería donde trabajaba mi abuelo Hernán, de la esquina oeste, 75 metros al sur, osea, en Calle 9 entre las avenidas Central y Segunda.
Mis pensamientos están en el centro de San José durante mi infancia, pero el B68 ya ha llegado a mi parada en la esquina de la Avenida Coney Island con la Avenida H. Me bajo y camino por la H en dirección este, hacia el campus. En la esquina de la calle East 15th encuentro sentada, sobre el hielo y la nieve, una mujer indigente. Ya la había visto allí el lunes por la tarde, antes de la tormenta, en el trayecto hacia mi casa. Es afro-americana, de cuarenta y pico de años. La piel de su rostro está ajada y tiene aspecto enfermizo por el consumo de drogas. ¿Piedra? Le faltan varios dientes. ¿Metanfetamina? Sin embargo, hay un detalle incongruente, bonito y desconcertante a la vez: lleva pintura de labios color lavanda.
Sus ojos imploran y sufren. Paso de frente, pero diez metros después me detengo, me doy vuelta y le pregunto si quiere una manzana, la que llevo para mi merienda. Me dice que quiere un café para calentarse. Camino veinticinco metros hasta el Deli de la Avenida H al lado de la estación del tren Q. Entro y a la dueña, una señora china de sesenta años, le pido un café. $1.25 por algo de sabor y calor. Salgo, le llevo el café a la mujer y cuando extiende el brazo para recibirlo me percato de que está tiritando de frío. Las manos le tiemblan y con dificultad me recibe el café. -God bless you-, me dice. "Dios la oiga, señora, y que los ángeles la amparen". No sé cómo se salvará de una pneumonía.
Continúo. Llegaré tarde. Ya no importa.
sábado, 18 de marzo de 2017
Una semana en cinco instantáneas
―
Lunes, fin de tarde. El servicio metereológico ha pronosticado la mayor tormenta del invierno. Habrá nieve, granizo y ventiscas fortísimas a partir de medianoche y todo el martes. Paso por el mercado de Windsor Terrace a comprar algunos víveres: pan integral, hummus, fruta, papa, zanahoria, tomate. El mercado es una locura: la gente compra carne, leche, huevos, embutidos, helados, papas fritas congeladas, pan, galletas y demás como si fuera el fin del mundo. La fila para las cajas zigzaguea a todo lo largo de tres pasillos. Me entretengo viendo en los estantes productos que nunca vi - ¡lo mein orgánico! ¡a la cesta! - y observando a la gente, sobre todo a los papás y mamás que llevan a sus infantes en enormes coches cargados de víveres.
ニ
Martes. El hielo me despierta de madrugada al golpear las ventanas. Nieva toda la mañana. Por la tarde las ventiscas barren la nieve de techos y aceras y la acumulan contra muros y paredes. Cae la noche y sigue nevando y el viento continúa aullando. Debí corregir exámenes pero leí la Odisea. Ulises, Telémaco, Penélope y Palas Atenea han sido mi única compañía. Me entra un sentimiento de futilidad. Me rescata de éste un texto de R y otro de mi Sol. Pero me queda una inquietud interior. Para sacármela existe la poesía, aunque sea confesional y mediocre.
三
Miércoles. Después de clases me voy en el tren 5 desde Flatbush Junction hasta la estación Grand Central en Manhattan. Hago transbordo al tren 6, me bajo en Calle 53 y camino hasta la 52 con la avenida segunda. Greg-san ya me espera afuera de Hide-Chan Ramen, donde hemos quedado para cenar. No nos veíamos desde hace varios meses. En octubre comimos curry, en diciembre sushi, pero desde que regresé de Costa Rica no nos encontrábamos. Entramos. Agradezco el "irasshaimase" de bienvenida de la anfitriona. Nos sentamos y quedo frente a la pared cubierta de máscaras, desde la del Pato Donald a la de Ultra Man. Le mando una foto a Jahel y me dice que quiere la de Hello Kitty. Pronto viene el mesero. Pedimos gyoza de vegetales. Greg-san quiere un ramen en el caldo tradicional de chancho, pero yo pido uno en caldo de vegetales y pescado, el bonito, acompañado de una jarra de Sapporo de barril. Mientras disfruto de mi ramen delicioso y suave, escucho a Greg-san ponerme al día sobre su trabajo en teatro y el documental que está produciendo. Es un tipo tímido, gentil, quizá el alma más benevolente, generosa y entregada que conozco. Me ayudó a editar todo el manuscrito de mi libro. Resilient Loving saldrá con agradecimiento para él.
四
Jueves. Me encuentro con mi colega Justin para beber un par de cervezas de Happy Hour en la High Dive, una taberna inglesa de Brooklyn. Su esposa, Meg, quien también es profesora, se ha ido de spring break a visitar a su mamá en Cleveland. Entonces a Justin le viene bien tomar una cerveza antes de regresar solo a casa. A mí también. El pide una Dieu du ciel (una belga negra de una cervecería de Quebec). Yo me pido una Guinness. Aunque me gusta la cerveza inglesa, me deleita pedir una irlandesa negra y republicana en una taberna de rubias y pelirojas monarquicas. Soy republicano. Conversamos de filosofía, de Spinoza, Dewey, Du Bois y hasta de Resilient Loving. Pero pronto pasamos a la literatura y a la vida y al receso de invierno que Justin y Meg han pasado en un rincón desértico de California, en las cercanías de Arizona. Otra belga, pero rubia, para él; otra negra irlandesa para mí, en vísperas de San Patricio. La tertulia me alegra.
五
He visto con Tsun-Hui y Hiroo-san la película Personal Shopper en tanda de viernes por la noche. ¡Qué disparate de cinta! A parte de la buena actuación de Kirsten Stewart lo único que me ha quedado es una enorme indignación de haber perdido dos horas de mi vida viendo ese filme pseudo-filosófico y pretencioso. Para olvidar el mal rato, los tres concordamos que necesitamos buena comida y una cerveza. Del Teatro IFC nos vamos a Meskerem, el restaurante etíope de MacDougal Street. En las paredes hay dibujos y pinturas de mujeres con rasgos etíopes: ojos grandes y almendrados, cuellos largos, narices finas de punta redondeada, pómulos altos, barbillas largas y finas. Hay también fotografías de paisajes desérticos etíopes. Pedimos dos platos combinados, uno de carnes y el otro vegetariano. Rompo las normas y me atrevo con la res y el cordero pero mantengo el garbanzo, la zanahoria, la papa, el repollo y la espinaca. Los sabores son deliciosos, los condimentos naturales. Es día de San Patricio, pero la cerveza etíope es una lager, Saint George's. Me la bebo con gusto, mientras converso con mi ángel taiwanesa y mi amigo japonés. ¡Qué ganas de regresar a Asia!
Lunes, fin de tarde. El servicio metereológico ha pronosticado la mayor tormenta del invierno. Habrá nieve, granizo y ventiscas fortísimas a partir de medianoche y todo el martes. Paso por el mercado de Windsor Terrace a comprar algunos víveres: pan integral, hummus, fruta, papa, zanahoria, tomate. El mercado es una locura: la gente compra carne, leche, huevos, embutidos, helados, papas fritas congeladas, pan, galletas y demás como si fuera el fin del mundo. La fila para las cajas zigzaguea a todo lo largo de tres pasillos. Me entretengo viendo en los estantes productos que nunca vi - ¡lo mein orgánico! ¡a la cesta! - y observando a la gente, sobre todo a los papás y mamás que llevan a sus infantes en enormes coches cargados de víveres.
ニ
Martes. El hielo me despierta de madrugada al golpear las ventanas. Nieva toda la mañana. Por la tarde las ventiscas barren la nieve de techos y aceras y la acumulan contra muros y paredes. Cae la noche y sigue nevando y el viento continúa aullando. Debí corregir exámenes pero leí la Odisea. Ulises, Telémaco, Penélope y Palas Atenea han sido mi única compañía. Me entra un sentimiento de futilidad. Me rescata de éste un texto de R y otro de mi Sol. Pero me queda una inquietud interior. Para sacármela existe la poesía, aunque sea confesional y mediocre.
三
Miércoles. Después de clases me voy en el tren 5 desde Flatbush Junction hasta la estación Grand Central en Manhattan. Hago transbordo al tren 6, me bajo en Calle 53 y camino hasta la 52 con la avenida segunda. Greg-san ya me espera afuera de Hide-Chan Ramen, donde hemos quedado para cenar. No nos veíamos desde hace varios meses. En octubre comimos curry, en diciembre sushi, pero desde que regresé de Costa Rica no nos encontrábamos. Entramos. Agradezco el "irasshaimase" de bienvenida de la anfitriona. Nos sentamos y quedo frente a la pared cubierta de máscaras, desde la del Pato Donald a la de Ultra Man. Le mando una foto a Jahel y me dice que quiere la de Hello Kitty. Pronto viene el mesero. Pedimos gyoza de vegetales. Greg-san quiere un ramen en el caldo tradicional de chancho, pero yo pido uno en caldo de vegetales y pescado, el bonito, acompañado de una jarra de Sapporo de barril. Mientras disfruto de mi ramen delicioso y suave, escucho a Greg-san ponerme al día sobre su trabajo en teatro y el documental que está produciendo. Es un tipo tímido, gentil, quizá el alma más benevolente, generosa y entregada que conozco. Me ayudó a editar todo el manuscrito de mi libro. Resilient Loving saldrá con agradecimiento para él.
四
Jueves. Me encuentro con mi colega Justin para beber un par de cervezas de Happy Hour en la High Dive, una taberna inglesa de Brooklyn. Su esposa, Meg, quien también es profesora, se ha ido de spring break a visitar a su mamá en Cleveland. Entonces a Justin le viene bien tomar una cerveza antes de regresar solo a casa. A mí también. El pide una Dieu du ciel (una belga negra de una cervecería de Quebec). Yo me pido una Guinness. Aunque me gusta la cerveza inglesa, me deleita pedir una irlandesa negra y republicana en una taberna de rubias y pelirojas monarquicas. Soy republicano. Conversamos de filosofía, de Spinoza, Dewey, Du Bois y hasta de Resilient Loving. Pero pronto pasamos a la literatura y a la vida y al receso de invierno que Justin y Meg han pasado en un rincón desértico de California, en las cercanías de Arizona. Otra belga, pero rubia, para él; otra negra irlandesa para mí, en vísperas de San Patricio. La tertulia me alegra.
五
He visto con Tsun-Hui y Hiroo-san la película Personal Shopper en tanda de viernes por la noche. ¡Qué disparate de cinta! A parte de la buena actuación de Kirsten Stewart lo único que me ha quedado es una enorme indignación de haber perdido dos horas de mi vida viendo ese filme pseudo-filosófico y pretencioso. Para olvidar el mal rato, los tres concordamos que necesitamos buena comida y una cerveza. Del Teatro IFC nos vamos a Meskerem, el restaurante etíope de MacDougal Street. En las paredes hay dibujos y pinturas de mujeres con rasgos etíopes: ojos grandes y almendrados, cuellos largos, narices finas de punta redondeada, pómulos altos, barbillas largas y finas. Hay también fotografías de paisajes desérticos etíopes. Pedimos dos platos combinados, uno de carnes y el otro vegetariano. Rompo las normas y me atrevo con la res y el cordero pero mantengo el garbanzo, la zanahoria, la papa, el repollo y la espinaca. Los sabores son deliciosos, los condimentos naturales. Es día de San Patricio, pero la cerveza etíope es una lager, Saint George's. Me la bebo con gusto, mientras converso con mi ángel taiwanesa y mi amigo japonés. ¡Qué ganas de regresar a Asia!
No temás, Gitana
En el fondo
de tus profundos ojos negros
escondés una estrella.
No temás, Gitana,
morena,
Musa de Bizet.
Dejala fulgurar:
que su luz escape
el agujero negro
de antiguos desamores
e ilumine
nocturnas pasiones.
de tus profundos ojos negros
escondés una estrella.
No temás, Gitana,
morena,
Musa de Bizet.
Dejala fulgurar:
que su luz escape
el agujero negro
de antiguos desamores
e ilumine
nocturnas pasiones.
viernes, 17 de marzo de 2017
Blancos dardos atraviezan el lejano azul
Blancos dardos atraviesan
el lejano azul de la brillante esfera:
Son veloces gaviotas que me recuerdan
la cercanía del océano que nos une,
inquieto Atlántico
cuya voz impetuosa ambos escuchamos,
cuyo aroma a sal ambos sentimos en la brisa.
el lejano azul de la brillante esfera:
Son veloces gaviotas que me recuerdan
la cercanía del océano que nos une,
inquieto Atlántico
cuya voz impetuosa ambos escuchamos,
cuyo aroma a sal ambos sentimos en la brisa.
Primera familia de gorriones
Estalactitas de hielo translúcido
penden aún de las canoas de las casas
de ladrillo rojizo y negros techos de pizarra.
Refractando la luz del sol,
cuelgan también de las ramas
de los deshojados plátanos de sombra
a lo largo de mi cuadra.
El blanco manto de la última nevada
cubre todavía la negra tierra del jardín
y las laderas del bosque en Prospect Park.
Pero he escuchado hoy las primeras notas
de una bandada de gorriones regordetes
que se han posado en las ramas de un roble.
Anuncian la primavera que no ha llegado
pero alma, cuerpo y corazón anhelan ya.
penden aún de las canoas de las casas
de ladrillo rojizo y negros techos de pizarra.
Refractando la luz del sol,
cuelgan también de las ramas
de los deshojados plátanos de sombra
a lo largo de mi cuadra.
El blanco manto de la última nevada
cubre todavía la negra tierra del jardín
y las laderas del bosque en Prospect Park.
Pero he escuchado hoy las primeras notas
de una bandada de gorriones regordetes
que se han posado en las ramas de un roble.
Anuncian la primavera que no ha llegado
pero alma, cuerpo y corazón anhelan ya.
A la salú de San Patricio, Divina
Me ha llegado esta mañana un texto transatlántico de la Divina: "¡Deja de darle vueltas a las briznas de hierba palentinas y quémalas ya!" Listo. ¡Salú! Levantemos esa Guiness a San Patricio.
"Como una brizna de hierba"
En la obra Bodas de Sangre de García Lorca, la novia le dice a su amante Leonardo:
¡Ay que sinrazón! No quiero
contigo cama ni cena,
y no hay minuto del día
que estar contigo no quiera,
porque me arrastras y voy,
y me dices que me vuelva
y te sigo por el aire
como una brizna de hierba.
Alguna vez se lo escuché decir yo a una palentina amante de la poesía. Quizá era sincera. Yo le creí. Pero las briznas de hierba, para trotar mundo con su amante, dependen del viento. Cuando éste cesa, ellas caen sobre desolados campos. El amante las mira caer y, quieto y en silencio, triste queda y frío siente. Tiempo después le sirven las secas brizas para encender su fogata, calentarse y disfrutar su libertad a la intemperie, escuchando el silbido del viento bajo el amplio cielo estrellado.
¡Ay que sinrazón! No quiero
contigo cama ni cena,
y no hay minuto del día
que estar contigo no quiera,
porque me arrastras y voy,
y me dices que me vuelva
y te sigo por el aire
como una brizna de hierba.
Alguna vez se lo escuché decir yo a una palentina amante de la poesía. Quizá era sincera. Yo le creí. Pero las briznas de hierba, para trotar mundo con su amante, dependen del viento. Cuando éste cesa, ellas caen sobre desolados campos. El amante las mira caer y, quieto y en silencio, triste queda y frío siente. Tiempo después le sirven las secas brizas para encender su fogata, calentarse y disfrutar su libertad a la intemperie, escuchando el silbido del viento bajo el amplio cielo estrellado.
jueves, 16 de marzo de 2017
Poema enrevesado y a destiempo
Ya me había acostado a dormir pero se me vino este poema. Es el que debí escribir antes, muchas veces, en distintas ocasiones. Lo escribo a destiempo. No creo que sea bueno pero lo escribo ya porque por la mañana por la mañana se me habrá fugado. Es una mezcla de amor apasionado a la Federico García Lorca y viga agreste a la Jorge Debravo. Pero es un poema al revés, sin despecho ni angustia por el desamor, sino dándole vuelta a la tortilla, osea como diciéndole: ¡Andá a comerte un churro!
Las frías ráfagas de tu indiferencia
barren mis desolados campos.
Recojo briznas de hierba y ramas secas,
rastros de tus vagas promesas
y mis antiguas ilusiones.
Enciendo mi fogata en el descampado.
¡Y olé!
Las frías ráfagas de tu indiferencia
barren mis desolados campos.
Recojo briznas de hierba y ramas secas,
rastros de tus vagas promesas
y mis antiguas ilusiones.
Enciendo mi fogata en el descampado.
¡Y olé!
lunes, 6 de marzo de 2017
Un sueño, dos ríos, dos tíos
El domingo me desperté en medio de un sueño lúcido que me alegró. Estaba visitando a mi tío Yique con mi papá. Ellos dos tenían como treinta años. Yique vestía saco y pantalones de lino blanco y camiseta turquesa. Vivía en un apartamento cuyas paredes eran enormes ventanales. Elevado por altísimos pilotes, su casa se ubicaba en medio de un río y se conectaba a una pared del cañón en sus márgenes por un puente. Por una puerta corrediza de cristal se salía de la sala a una terraza de madera desde la cual se veía el río que corría por debajo: profundo, ancho, de aguas limpias pero correntada poderosa que rugía en las piedras y levantaba arena del fondo. Mientras lo observaba y pensaba que era el río Barranca, mi papá traía de adentro tres carruchas con cuerda, plomo y anzuelo. Lanzábamos cada uno la cuerda al río, unos veinticinco metros abajo, para pescar. Yo no lograba lanzar la cuerda correctamente para que se desenrollara con el peso del plomo y el anzuelo llegara al agua. Entonces Yique me enseñaba cómo. Con un movimiento certero y fuerte lanzaba plomo y anzuelo y la cuerda sonaba al desenrollarse.
Entonces, mientras yo hacía mi primer intento de lanzar el anzuelo, Yique se subía a la varanda y se dejaba caer al río con traje y todo. Yo me angustiaba y pensaba que se iba a matar. Mi papá salía del apartamento y bajaba corriendo por entre los peñascos del cañón del río para alcanzar la orilla. Yo me decidía y me lanzaba de clavado. Caía al agua y buscaba a Yique desesperadamente. Me zambullía y lo buscaba y volvía a salir y atisbaba la superficie y la orilla sin verlo. La corriente no me arrastraba porque el río ahora se parecía a los remansos del estuario en las bocas del Térraba. Tras varias zambullidas, empezaba a perder la esperanza de encontrarlo. Entonces llegaba mi papá con mi tío Chino, flaco y velludo, a la orilla y entraban con parsimonia al agua. Chino tenía cuarenta años y estaba pensativo. En eso, el cuerpo de Yique salía a flote de espalda, los brazos abiertos en cruz. Yo pensaba que se había ahogado. Pero cuando nadaba hacia él, Yique expelía agua por su boca como ballena, se reía, con esa risa de labios entrecerrados y mirada pícara que recuerdo de él, y se ponía a nadar en dorso.
Entonces me desperté. Me alegró tanto ver a Chino y Yique con mi papá. En todo el domingo no hablé con nadie. Me sentía sereno y ponderaba el por qué del sueño. ¿Quizá lo soñé porque en el sábado por la noche dejé a Ulises despidiéndose de la diosa Kirkê antes de zarpar hacia la aguas frías y oscuras de la región de los muertos? ¿Eso me sugestionó inconscientemente? ¿Zarpó hacia allá mi inconsciente?
¿Qué decir un domingo en el que te encontraste en sueños con dos tíos, cada uno en su río? El Barranca forma parte de nuestra historia familiar con Yique, el Térraba con Chino. Al Barranca, en la cercanías de Puntarenas, íbamos de paseo con Yique y su familia. Bajábamos del puente hasta la orilla cubierta de grandes piedras, y pasábamos el día escuchando el rugir de la corriente, bañándonos en los pequeños remansos y comiendo frijolitos molidos, tortillitas, huevos duros, atún. Chino nos llevó a navegar por las bocas del Térraba, donde pescaba pargo y camaroneaba en los playones. Una vez se perdió dándole vuelta al mismo islote, hasta que reconoció al mismo grupo de monos en un árbol. Eso cuenta mi papá. Otra vez nos llevó a nadar y camaronear. En mis sueños y sus misteriosas fuentes ambos tíos están bien, uno sereno y el otro juguetón, felices en sus ríos.
Entonces, mientras yo hacía mi primer intento de lanzar el anzuelo, Yique se subía a la varanda y se dejaba caer al río con traje y todo. Yo me angustiaba y pensaba que se iba a matar. Mi papá salía del apartamento y bajaba corriendo por entre los peñascos del cañón del río para alcanzar la orilla. Yo me decidía y me lanzaba de clavado. Caía al agua y buscaba a Yique desesperadamente. Me zambullía y lo buscaba y volvía a salir y atisbaba la superficie y la orilla sin verlo. La corriente no me arrastraba porque el río ahora se parecía a los remansos del estuario en las bocas del Térraba. Tras varias zambullidas, empezaba a perder la esperanza de encontrarlo. Entonces llegaba mi papá con mi tío Chino, flaco y velludo, a la orilla y entraban con parsimonia al agua. Chino tenía cuarenta años y estaba pensativo. En eso, el cuerpo de Yique salía a flote de espalda, los brazos abiertos en cruz. Yo pensaba que se había ahogado. Pero cuando nadaba hacia él, Yique expelía agua por su boca como ballena, se reía, con esa risa de labios entrecerrados y mirada pícara que recuerdo de él, y se ponía a nadar en dorso.
Entonces me desperté. Me alegró tanto ver a Chino y Yique con mi papá. En todo el domingo no hablé con nadie. Me sentía sereno y ponderaba el por qué del sueño. ¿Quizá lo soñé porque en el sábado por la noche dejé a Ulises despidiéndose de la diosa Kirkê antes de zarpar hacia la aguas frías y oscuras de la región de los muertos? ¿Eso me sugestionó inconscientemente? ¿Zarpó hacia allá mi inconsciente?
¿Qué decir un domingo en el que te encontraste en sueños con dos tíos, cada uno en su río? El Barranca forma parte de nuestra historia familiar con Yique, el Térraba con Chino. Al Barranca, en la cercanías de Puntarenas, íbamos de paseo con Yique y su familia. Bajábamos del puente hasta la orilla cubierta de grandes piedras, y pasábamos el día escuchando el rugir de la corriente, bañándonos en los pequeños remansos y comiendo frijolitos molidos, tortillitas, huevos duros, atún. Chino nos llevó a navegar por las bocas del Térraba, donde pescaba pargo y camaroneaba en los playones. Una vez se perdió dándole vuelta al mismo islote, hasta que reconoció al mismo grupo de monos en un árbol. Eso cuenta mi papá. Otra vez nos llevó a nadar y camaronear. En mis sueños y sus misteriosas fuentes ambos tíos están bien, uno sereno y el otro juguetón, felices en sus ríos.
domingo, 5 de marzo de 2017
En la Selva Negra con Tsun-Hui
Del concierto de taiko en BAM, Tsun-Hui y yo nos fuimos a la Selva Negra alemana. No al bosque de verdad - en cuyas cercanías estuve en la suiza Basilea, ciudad bañada por el Rhin - pero que no llegué a conocer, sino la cervecería Black Forest Brooklyn en Fulton Street. La decoración es rústica: paredes de ladrillo oscuro descubierto, bancas y mesas de madera. La atención es mediocre. Pero Tsun-Hui se comió una lange rote bratwurst o algo así (de alemán no sé ni jota), una salchicha especialidad de Freiburgo que estaba jugosísima y que parecía deliciosa. Muy de vez en cuando me da pena no poder comer ya salchichas: anoche fue una de ellas. En compensación, primero pedí medio litro de una pilsen, Radeberger, que estaba rubiecita y refrescante. Pero después, animado por la conversación con mi amiga de aventuras brooklynianas, pedí trescientos mililitros de otra pilsen, Rothaus Tannenzapfle. El menú prometía agua de fuentes de la mismísima Selva Negra, maltas y lúpulos fresquísimos y fermentación y elaboración perfectas. Y era verdad. "Ay, Dioniso, aunque seás dios griego y lo tuyo sea el vino, esta birra de seguro es parte de tu colección". ¡Qué delicia! Nunca había tomado una birra tan suave, tan leve, tan hermosamente dorada, tan dionisíaca, tan "desce redondo", como dicen los brasileños. Después de beberla, ya no quise tomar más. ¿Para qué? Era mejor saborear el momento, disfrutarlo, alargarlo. Cuando dejé a Tsun-Hui en su estación en el Atlantic Center y regresé a la mía en Fulton Street, caminaba sobre el aire. Estaba en Olimpo con Dioniso.
viernes, 3 de marzo de 2017
Solución cumbiera para extrañas melancolías
A las 9:40 pm no sabía si sentía melancolía, saudade, morriñas o nostalgia. A las 9:55 pm me dije a mí mismo: - Mae, no jodás, chega de saudade, basta -. Me duché rapidito para irme al baile fresquito y a las 10:37 pm ya estaba entrando a Barbès. Hace una semana había sido un tipo disciplinado y aunque pasé un ratico por ahí, no me había quedado a escuchar a la Cumbia River Band. Pero escuché suficiente para saber que me gustaba su ritmo y estilo. Esta noche era mi solución a las confusas emociones.
Cuando entré, ya tocaban con alegría sus cumbias originales y otras con arreglos interesantes para clarinete, tuba, acordeón, batería, tambor alegre y guitarra eléctrica. Pero casi nadie bailaba, solo una pareja de gringos animados y una pareja de latinos, o al menos que se movían como colombianos, sobre todo él muchacho afrolatino que ya había visto bailando bullerengue y tocando un poquito de tambor alegre con Bulla en el Barrio. Sin pensarlo, yo me lancé a la pista: me puse a bailar de una vez mientras me quitaba el abrigo y la sudadera encapuchada. Las coloqué en el rinconcito donde siempre las dejo y seguí bailando. Y quisiera pensar que mi función en el cosmos es alegrar bailes, porque la gente que tenía miedo de bailar sola se fue sumando: un señor latino que resultó ser Julio César el colombiano, una señora gringa que no le pregunté el nombre porque le estaba enseñando el paso, un señor gringo que pensaba que la banda se llamaba Colombia River Band y creo que no sabía qué era cumbia pero igual se movía y demás. Al rato se levantó una parejita: un gringo con una asiática. Como la amiga se quedó sentada, la saqué a bailar. Y la tailandesa animada y de manos suaves agarró rapidito el ritmo. Después Martín, el líder de la banda, armó una rueda de baile y todo el mundo se lanzó. De ahí ya nadie se sentó.
Hubo pausa y la amiga se llevó la tailandesa para afuera. Yo me acerqué a conversar con el bailarín afrocolombiano, un tipo elegante para bailar y siempre sonriente que pasa buena vibra y además vestía camiseta albinegra con una imagen de Don Quijote de la Mancha. Conversando lo entrevisté. Es bogotano, creció en Queens, era triatlonista pero ahora es ultramaratonista. Viaja por toda la Yunai entrenando o compitiendo en maratones de 50 millas, 100 millas y más. En algunos meses correrá 135 millas en Death Valley en Arizona. Y cuando está en Nuyork, entrena, estudia percusión y toca un poquito en público. Lo mejor, era un tipo buena gente. Se nos pasó rapido la pausa y volvimos todos al baile con la Canoa Ranchá. Camilo sacó a la tailandesa y no la soltó en todo el segundo set. Pero yo me alegré. Saqué a la señora gringa e igual disfruté bailando la "Cumbia Coqueta".
A fin de cuentas, salió todo bien: hora y media bailando con la Cumbia River Band. Al irme, me presenté y felicité a los músicos, me despedí de Camilo, también de la muchachita tailandesa, Eida, y regresé a casa. De feria, caminando por el barrio me encontré a Niall que venía de tocar en el Song Club del colectivo BigCity Folk. Nos abrazamos, pues no lo había visto desde que regresó de la mini gira por Europa, y lo invité a almorzar en mi casa hoy viernes. Qué buena idea fue salir.
Cuando entré, ya tocaban con alegría sus cumbias originales y otras con arreglos interesantes para clarinete, tuba, acordeón, batería, tambor alegre y guitarra eléctrica. Pero casi nadie bailaba, solo una pareja de gringos animados y una pareja de latinos, o al menos que se movían como colombianos, sobre todo él muchacho afrolatino que ya había visto bailando bullerengue y tocando un poquito de tambor alegre con Bulla en el Barrio. Sin pensarlo, yo me lancé a la pista: me puse a bailar de una vez mientras me quitaba el abrigo y la sudadera encapuchada. Las coloqué en el rinconcito donde siempre las dejo y seguí bailando. Y quisiera pensar que mi función en el cosmos es alegrar bailes, porque la gente que tenía miedo de bailar sola se fue sumando: un señor latino que resultó ser Julio César el colombiano, una señora gringa que no le pregunté el nombre porque le estaba enseñando el paso, un señor gringo que pensaba que la banda se llamaba Colombia River Band y creo que no sabía qué era cumbia pero igual se movía y demás. Al rato se levantó una parejita: un gringo con una asiática. Como la amiga se quedó sentada, la saqué a bailar. Y la tailandesa animada y de manos suaves agarró rapidito el ritmo. Después Martín, el líder de la banda, armó una rueda de baile y todo el mundo se lanzó. De ahí ya nadie se sentó.
Hubo pausa y la amiga se llevó la tailandesa para afuera. Yo me acerqué a conversar con el bailarín afrocolombiano, un tipo elegante para bailar y siempre sonriente que pasa buena vibra y además vestía camiseta albinegra con una imagen de Don Quijote de la Mancha. Conversando lo entrevisté. Es bogotano, creció en Queens, era triatlonista pero ahora es ultramaratonista. Viaja por toda la Yunai entrenando o compitiendo en maratones de 50 millas, 100 millas y más. En algunos meses correrá 135 millas en Death Valley en Arizona. Y cuando está en Nuyork, entrena, estudia percusión y toca un poquito en público. Lo mejor, era un tipo buena gente. Se nos pasó rapido la pausa y volvimos todos al baile con la Canoa Ranchá. Camilo sacó a la tailandesa y no la soltó en todo el segundo set. Pero yo me alegré. Saqué a la señora gringa e igual disfruté bailando la "Cumbia Coqueta".
A fin de cuentas, salió todo bien: hora y media bailando con la Cumbia River Band. Al irme, me presenté y felicité a los músicos, me despedí de Camilo, también de la muchachita tailandesa, Eida, y regresé a casa. De feria, caminando por el barrio me encontré a Niall que venía de tocar en el Song Club del colectivo BigCity Folk. Nos abrazamos, pues no lo había visto desde que regresó de la mini gira por Europa, y lo invité a almorzar en mi casa hoy viernes. Qué buena idea fue salir.
jueves, 2 de marzo de 2017
¿Melancolía después del carnaval?
Cuando ha pasado el carnaval siempre se me viene encima la nostalgia - nostalgia de Recife, por ejemplo, y en general de Brasil, aunque nunca haya estado en el carnaval de Recife y solamente una vez en el de Río de Janeiro y otra en el del Porto Velho del río Madeira. Pero esta vez se me vino encima la melaconlía. Ésta es más vaga, no tiene objeto. Cuando estás nostálgico, sabés de qué sentís nostalgia. Se parece a la saudade - por ejemplo, saudade do Brasil - pero no es lo mismo. Pero la melancolía te deja sin saber porqué la sentís. En tal situación, en vez de escribir, será mejor escuchar. Aquí va una canción poema de Vinicius de Moraes, escrita para el miércoles después de carnaval. La comparto aunque ya sea jueves, en una versión que escuché por primera vez en el luminoso y minimalista apartamento de Manúcia en Santos. Allí se inspiró mi propio minimalismo. Suave: ¿serán saudades do Brasil lo que siento? Emociones confusas.
miércoles, 1 de marzo de 2017
Se levantan las brumas
Ha oscurecido.
Se levantan las brumas
y en lo alto, entre ralas nubes,
aparecen Venus
y un cachito de Luna.
Camino a casa en silencio.
Me hechiza el recuerdo
de tu atlántica voz.
Se levantan las brumas
y en lo alto, entre ralas nubes,
aparecen Venus
y un cachito de Luna.
Camino a casa en silencio.
Me hechiza el recuerdo
de tu atlántica voz.
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