lunes, 3 de octubre de 2016

Samba en el barrio Bica

Rachel y Lucas me hospedan en su apartamento en el barrio Campo de Ourique, en un sector alto y tranquilo de Lisboa. Pero su amiga Ana, también carioca, nos ha invitado a cenar en su apartamento en el barrio de Bica, más bohemio. Al final de la tarde, con el cielo de Lisboa aún azul y despejado, descendemos laderas por callejuelas empedradas entre casas antiguas de fachadas blancas, amarillas, rosadas o de azulejos multicolores. Pasamos por algunas plazas pequeñas y agradables, adoquinadas con piedras blancas y brillantes y con banquitas bajo la sombra. Los comensales de restaurantes italianos y portugueses cenan en mesitas discretas en galerías y terrazas. En las tascas hay grupos bebiendo Imperiais y viendo futbol.

Conforme nos acercamos a Bica, sin embargo, hay más movimiento de gente joven yendo y viniendo entre las tabernas. En el balcón de una de ellas hay un músico tocando pandereta a ritmo de samba. Rachel me dice que está anunciando la roda de samba que habrá más tarde.

Nosotros continuamos bajando por la Rua da Bica de Duarte Belo, es decir, la callecita del funicular conocido como el elevador de Bica, pues sobre rieles sube y baja la colina del barrio. De frente, al final de la callecita, allá abajo, vemos las aguas azul grisáceas del Tajo. Pero nos desviamos a la derecha en un callejón y llegamos al edificio de Ana. Subimos al cuarto piso y ella nos recibe en su apartamento. Aunque el edificio es antiguo, el apartamento está completamente renovado por dentro - ejemplo de la restauración inmobiliaria de los barrios viejos de Lisboa.

Lo mejor, sin embargo, es la vista del río Tajo por sobre los tejados de dos aguas de los edificios amontonados colina abajo. Se ve toda la ancha ría, sus aguas encrespadas por las corrientes, y la península en la otra ribera, con el Cristo Redentor lisboeta en lo alto de una colina. El atardecer pinta el horizonte de amarillo y naranja y torna la cúpula del cielo de un azul más profundo. Es un deleite estar allí en el balcón, con tres amigos cariocas, observando esa belleza natural.

Cenamos y tertuliamos. Ana es una mujer interesante. Es neuróloga. Trabajó en hospitales de punta en Pittsburgh, Nueva York y Río de Janeiro. Pero se desencantó con la medicina, negocio hospitalario y farmaceútico globalizado. Decidió dejarla, salario y prestigio incluídos, y venir a Lisboa a estudiar ciencias políticas y relaciones internacionales. A mí esa valentía de apostar por sus verdaderas pasiones me gusta. Así que la charla es tanto deleite como la vista del Tajo desde la mesa.

Entre plato y plato y plato y postre, nos bebemos una botella de vino rosado, otra de Douro tinto y otra de Porto blanco. Pero ya se acerca la medianoche y es hora de regresar a casa. Nos despedimos y empezamos a escalar la ladera.

Cuando pasamos al lado del mismo bar escuchamos desde la calle samba a ritmo de percusión y cuerdas y mucha gente cantando. Rachel me mira con ojos pícaros y me pregunta: -¿Vamos?-. Vamos. Subimos y en medio del salón principal del bar encontramos la roda de samba tocando, y alrededor de ésta, la gente bailando y cantando. Hay mucha gente brasileña, pero también africana, portuguesa y algunos turistas nórdicos. Rachel se pone a sambar, yo a moverme al ritmo aunque no me salga el paso de samba – de lo caribeño a lo carioca hay bastante trecho. Lucas escucha sonriente, aunque sin bailar.

La roda pasa del samba de raíz al pagode y de éste a la música de Jorge Bem. Y nosotros seguimos gozando. Rachel canta todas las piezas; yo, las que me sé: “Eu sou do saaaaaamba...” y “Moro num país tropical...” Y así, cantando y bailando, aunque sea samba y no fado, me despido de las noches lisboetas con mis amigos. Me llevaré el ritmo y la alegría en el corazón.

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