Rachel y Lucas me
hospedan en su apartamento en el barrio
Campo de Ourique, en un sector alto y tranquilo de Lisboa. Pero su
amiga Ana, también carioca, nos ha invitado a cenar en su
apartamento en el barrio de Bica, más bohemio. Al final de la tarde,
con el cielo de Lisboa aún azul y despejado, descendemos laderas por
callejuelas empedradas entre casas antiguas de fachadas blancas,
amarillas, rosadas o de azulejos multicolores. Pasamos por algunas
plazas pequeñas y agradables, adoquinadas con piedras blancas y
brillantes y con banquitas bajo la sombra. Los comensales de
restaurantes italianos y portugueses cenan en mesitas discretas en
galerías y terrazas. En las tascas hay grupos bebiendo Imperiais
y viendo futbol.
Conforme nos acercamos a
Bica, sin embargo, hay más movimiento de gente joven yendo y
viniendo entre las tabernas. En el balcón de una de ellas hay un
músico tocando pandereta a ritmo de samba. Rachel me dice que está
anunciando la roda de samba que habrá más tarde.
Nosotros continuamos
bajando por la Rua da Bica de Duarte Belo, es decir, la
callecita del funicular conocido como el elevador de Bica, pues sobre
rieles sube y baja la colina del barrio. De frente, al final de la
callecita, allá abajo, vemos las aguas azul grisáceas del Tajo.
Pero nos desviamos a la derecha en un callejón y llegamos al
edificio de Ana. Subimos al cuarto piso y ella nos recibe en su
apartamento. Aunque el edificio es antiguo, el apartamento está
completamente renovado por dentro - ejemplo de la restauración
inmobiliaria de los barrios viejos de Lisboa.
Lo mejor, sin embargo, es
la vista del río Tajo por sobre los tejados de dos aguas de los
edificios amontonados colina abajo. Se ve toda la ancha ría, sus
aguas encrespadas por las corrientes, y la península en la otra
ribera, con el Cristo Redentor lisboeta en lo alto de una colina. El
atardecer pinta el horizonte de amarillo y naranja y torna la cúpula
del cielo de un azul más profundo. Es un deleite estar allí en el
balcón, con tres amigos cariocas, observando esa belleza natural.
Cenamos y tertuliamos. Ana
es una mujer interesante. Es neuróloga. Trabajó en hospitales de
punta en Pittsburgh, Nueva York y Río de Janeiro. Pero se desencantó
con la medicina, negocio hospitalario y farmaceútico globalizado.
Decidió dejarla, salario y prestigio incluídos, y venir a Lisboa a
estudiar ciencias políticas y relaciones internacionales. A mí esa
valentía de apostar por sus verdaderas pasiones me gusta. Así que
la charla es tanto deleite como la vista del Tajo desde la mesa.
Entre plato y plato
y plato y postre, nos bebemos una botella de vino rosado, otra de
Douro tinto y otra de Porto blanco. Pero ya se acerca la medianoche y
es hora de regresar a casa. Nos despedimos y empezamos a escalar la
ladera.
Cuando pasamos al
lado del mismo bar escuchamos desde la calle samba a ritmo de
percusión y cuerdas y mucha gente cantando. Rachel me mira con ojos
pícaros y me pregunta: -¿Vamos?-. Vamos. Subimos y en medio del
salón principal del bar encontramos la roda
de samba tocando, y alrededor de ésta,
la gente bailando y cantando. Hay mucha gente brasileña, pero
también africana, portuguesa y algunos turistas nórdicos. Rachel se
pone a sambar, yo a moverme al ritmo aunque no me salga el paso de
samba – de lo caribeño a lo carioca hay bastante trecho. Lucas
escucha sonriente, aunque sin bailar.
La roda pasa del
samba de raíz al pagode y de éste a la música de Jorge Bem.
Y nosotros seguimos gozando. Rachel canta todas las piezas; yo, las
que me sé: “Eu sou do saaaaaamba...” y “Moro num
país tropical...” Y así, cantando y bailando, aunque sea
samba y no fado, me despido de las noches lisboetas con mis amigos.
Me llevaré el ritmo y la alegría en el corazón.
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