Es inteligente, gentil, cuidadora y fiel. Nipo-peruana, lleva en su forma de ser el respeto y la honorabilidad japoneses y la espontaneidad y alegría peruanas. Nos une una amistad con una larga historia digna de ser narrada. Hemos compartido inviernos pensilvanianos; giras peruanas por barrios limeños, parajes cuzqueños y caminos incas; momentos difíciles en alturas andinas y risas en fiestas latinas; consuelos mutuos por desamores del otro y alegrías mutuas por nuevos amores del otro; despedidas; y reencuentros washingtonianos y neoyorquinos. Ahora somos vecinos y gracias le doy a la Vida por ello. Son los diversos momentos de una amistad, dignos todos de ser narrados.
Pero a veces es lo pequeño, lo cotidiano, lo que hay que narrar: como el llamarla una tarde lluviosa de jueves y preguntarle si puedo pasar a su casa a dejarle el regalito que Marisol les envió de Lisboa a ella y a Emilio, su esposo. Soy lento encomendero y ya me da vergüenza. Hace días se los tengo que llevar. Me dice que sí, que vaya, y a su casa me dirijo. Ya que estoy allí, me invita a un café y conversamos un ratico mientras su hija y su hijo y una amiguita juegan por la casa. Me arrancan sonrisas con sus ocurrencias, como ofrecer hacerme un cartel a mano con mi nombre a colores por veinte centavos, para ganar dinero. Les digo que sí y se los compro por un dólar. Mientras tanto, converso con Tami-san sobre esto y aquello, sobre tal conjunto que está bueno pa' bailar o sobre tal lugar donde llevar clases de salsa o flamenco. Así nos pasamos casi una hora y luego me despido, para ir a hacer mis vueltas y que ella pueda continuar con sus quehaceres. Pero hemos disfrutado un breve momento más en una amistad que la Vida nos ha regalado sin que lo pudiéramos haber planeando: por pura Gracia.
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