Viernes, antes del mediodía. Al aproximarnos a Lisboa para el aterrizaje, observo el enorme océano Atlántico y me parece imponente. Lo hemos atravesado en pocas horas por aire. "¿Cómo sería atravesarlo en barco?" La desembocadura del río Tajo parece una herida que corta el continente europeo. Y ya aparece Lisboa, ciudad blanca y luminosa bajo cielo completamente azul. Es hermosa.
Después de los trámites de migración en el aeropuerto salgo, busco el metro, compro mi boleto y voy haciendo las conexiones hasta la estación Avenida, línea azul. Voy un poco cansado pero observo a la gente: seria, tranquila, cortés. Es mediodía pero el ritmo es sosegado.
Ya en mi estación emerjo a la Avenida Liberdade y me encuentro una plaza agradable, empedrada de blanco con algunos detalles negros. La cubren árboles que reconozco, London planetree, de corteza exfoliante y hojas anchas con varias puntas. El sol es radiante pero el follaje crea claroscuros verdinegros y atractivos con trasfondo azul y sombras deliciosas. Vendedores de antigüedades y artesanías han montado sus mesitas a lo largo de la plaza.
Me oriento y subo a la Praça da Alegria, hermoso nombre para una placita cubierta también de árboles, pero de diversas especies. Uno tiene flores de pétalos largos y puntiagudos, otro flores de enormes y anchos pétalos blancos. Hay una fuente de hierro forjado y un estanque circular en el medio. El sonido del agua relaja.
En una esquina de la plaza hay una cafetería que se llama...Brooklyn. ¡Salí de Brooklyn para llegar a Brooklyn...en Lisboa!
Subo por la asoleada y empedrada Rua da Alegria hasta mi apartamento de hospedaje. Me gusta esto de hospedarme en una calle cuyo nombre invita el bienestar.
Lisboa: blanca, luminosa, soleada y con una calle llamada Alegría. He llegado a un buen lugar.
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