José, pareja de Marisol, nos recoje en su carro frente a la estación ferroviaria de Rossio. Ésta queda en un edificio de fachada de piedra y particular arquitectura "manuelina" que a mí me parece un poco morisca y un poco gótica, osea, un mejunje, pero es atractiva en parte por ser rara.
Le estrecho la mano a José mientras Marisol nos presenta y abrazo a su hija Madalena. Y de inmediato, ya en el carro, nos dirijimos al oeste a lo largo de la ribera del Tajo, hacia Belém. Allí nos detenemos y lo primero es lo primero: a comer pastelitos de nata. Entramos a Pastéis de Belem, el establecimiento más famoso y antiguo, nos sentamos en el patio interno y pedimos un pastelito cada uno, incluyendo a Sofía, quien ya comió helado, como yo. Los viejos acompañamos el pastel con una copita de vino de Porto, apenas dulce y delicioso.
Contentos, caminamos hasta el Mosteiro de los Jerónimos, un monasterio majestuoso, de dimensiones enormes, que a mí me parece exagerado para un monasterio pero hermoso como obra arquitectónisca. Es de noche y ha cerrado, por lo que no podremos visitar las tumbas de Camões, Vasco da Gama y Fernando Pessoa.
En cambio, vamos hasta la Torre de Belém. Sus fundamentos se encuentran en el propio río Tajo. Es una torre fortificada, de piedra, construída a principios del siglo XVI, que protegía el puerto de Lisboa. Esta noche es un campo de juegos para las niñas. Sofía y Madalena corren juntas hasta la playa frente a la torre y juegan a llegar hasta la orilla y luego correr por la arena huyendo de las leves olas de la desembocadura del Tajo que mueren allí. Hay tres medusas muertas en la playa y las chiquitas también juegan a pisarlas con sus tenis y salir corriendo. A ambas las han ortigado medusas y saben que arde mucho. Eso me cuentan. Yo piso también la arena y escucho el suave canto del oleaje mientras miro la torre iluminada y el fluir de las aguas.
De allí vamos al Padrão dos Descobrimentos, un monumento a la era de exploraciones marítimas y "descubrimientos" de los portugueses. El monumento está rodeado de andamios por obras de restauración. Pero la plaza al frente despliega en el piso un mapa de las exploraciones navales portuguesas, con las fechas en que llegaron a distintos puntos del orbe, en América, África y Asia. Es realmente impresionante lo que hicieron aquellos navegantes: zarpar desde aquí y navegar por el Atlántico para llegar al Pacífico y al Índico.
Y yo, exhausto y agradecido, pensé que acá terminaba nuestra jornada. Son casi las 11 pm. Pero Marisol le pregunta a José si vamos a Cascais y él, gentil, dice que sí. Entonces nos vamos bastante más hacia el oeste, al pueblo de Cascais en un extremo de esta península. Es hermoso. Sus casas son lujosas pero no ostentosas, me parece. Y en el centro hay muchos bares y restaurantes con terrazas agradables. Hay bastante movida a medianoche. Eso sí, abundan los ingleses. Los evitamos y vamos a la playa. Y allí, en una playita de arena blanca bañada por el Atlántico, acaban mis descubrimientos del día.
Lo que resta es regresar a Lisboa y despedirme de mis amigos, sobre todo de Marisol, dándoles un fuerte abrazo en la calle Alegría. Cuano se alejan en carro, Marisol me sonríe y Sofía parece triste, pues alza sus cejitas y las junta mientras me dice adiós con su manita.
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