La primera vez que estuve en Lisboa, me quedé menos de veinticuatro horas. Un grupo de compas de la U estábamos de mochileros en Madrid. Nos encantaba, pero B. y yo queríamos conocer Lisboa también y teníamos un pasaje de Eurail. Una noche nos montamos juntos en el tren en Madrid y amanecimos en la capital portuguesa. Fue antes del euro, por lo que teníamos que cambiar pesetas o dólares a escudos. Pero llegamos tan temprano que ni siquiera habían abierto los bancos. Salimos de la estación de tren sin desayunar y sin mapa, a vagar por Lisboa.
Pasamos el día errando por allí, entre plazas, callejuelas y cuestas empinadísimas. No recuerdo cómo, pero sin planearlo ni saberlo fuimos a dar al Castelo de São Jorge. En sus murallas nos quedamos largo rato, dejando que nos calentara el sol y viendo la ciudad y las aguas. A B. le robé un par de besos en la muralla, pero ella quiso que se los robara. Luego continuamos vagando por la ciudad. No recuerdo detalles, sino sensaciones: placidez, libertad, extrañamiento, curiosidad, embelezamiento.
Al final ni siquiera cambiamos dinero. Las comisiones del cambio eran demasiado altas para cambiar unos pocos dólares. Comimos de las provisiones que ya llevábamos en nuestros salveques, pan o galletas y queso supongo. No nos montamos en bus ni en metro, ni compramos media copa de vino ni café. De por sí estábamos quebrados. Éramos mochileros. Sólo caminamos y nos sentamos en fuentes en medio de plazas y en bancas en los interiores de iglesias. Y yo le robé más besos. En la plaza, no en la iglesia. Y no por religioso, sino para que no me acusaran de atropello cultural.
Esa noche, nos montamos exhaustos pero felices en un tren de vuelta a Madrid. Así nos ahorramos dos noches seguidas de hotel. En términos financieros, fuimos los dos peores turistas de toda la historia de Portugal. No gastamos ni un centavo de escudo.
Pero en términos de alegría de vivir, sentir y explorar sin necesitar del dinero, creo que nadie en Lisboa ha disfrutado más que nosotros de veinteañeros, un poco aventureros y atrayéndonos. Ni nadie ha querido tanto regresar a Lisboa como B. y yo. Ella ya no puede ir. Tiene una hija en Arkansas. Pero yo mañana por la noche abordo el avión y, después de tantos años deseándolo, espero que la Vida me permita aterrizar en Lisboa. Esta vez me esperan buenos amigos.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario