El Cabo
da Roca es el punto más occidental del continente europeo. Nos
acercamos al mirador a contemplar los acantilados de la costa y el vasto
océano Atlántico. A nuestros pies, allá al fondo del precipicio, el agua esmeralda rompe en oleadas
contra piedras negras. El viento sopla fortísimo y parece que podría
llevarnos como frágiles hojitas de arbusto enano. El Atlántico se
extiende frente a nosotros y nos disminuye tanto que parece infinito. Se
entiende por qué la cita de Camões, el padre literario de la lengua
lusitana, en el monumento cercano, dice que en ese cabo se acaba la tierra. Quien hace siglos se hubiera parado
ahí a contemplar el horizonte donde se confunden mar, bruma y cielo,
podría haber sentido que se enfrentaba al infinito desconocido. Me percato
también del coraje, rayando en temeridad, que se necesitaba para
arrojarse a navegar por los océanos sin saber adónde llevarían.
Mi
perspectiva es americana. Suelo contemplar el Atlántico en dirección
oriental. Me alucina contemplarlo aquí en sentido contrario, en dirección occidental. Mientras siento
el viento erizarme la piel y escucho el oleaje y observo el horizonte desde el Cabo da
Roca entiendo también el verso de Fernando Pessoa, en el primer poema
de su poemario Mensagem, que dice que Portugal es el rostro con el cual Europa mira
hacia occidente. El pasado mirando su futuro. Europa mirando a América. Me enriquece cambiar de perspectiva, mirar con nuevos ojos engarzados en un
rostro ajeno.
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