Habiendo recuperado mi pasaporte y dinero en la delegación de policía del Largo do Rato, Marisol sugiere que subamos hasta la Praça das Amoreiras. Las amoreiras
son árboles asiáticos que hospedan al gusano de la seda, pero no
sabemos su nombre en castellano. En la tranquila placita abundan y dan
sombra. Al lado pasa el antiquísimo acueducto romano sobre los altísimos
arcos de piedra. De allí caminamos al Jardín de la Estrella, un bello
parque urbano. Un titeretero nos invita a ver su obra para niños y Sofía
se interesa. El
titeretero nos pregunta de dónde somos: ellas de Venezuela y yo de
Costa Rica. Me cuenta que recorrió desde México hasta Panamá por tierra,
haciendo teatro callejero de títeres. Entonces nos sentamos en
el zacate a esperar y poco a poco se acercan más chiquitos y chiquitas
con sus padres. Ya inicia la obra: representa una tourada o
corrida de toros a la portuguesa. No hay matador ni se mata al toro,
sino que una banda de toreros lidian con el animal pero a las bromas,
retándolo para después agarrarle el chifre o jalarle el rabo. Los
chiquitos se ríen con las peripecias de los toreros y el toro. Eso me
hace reír.
Del
jardín vamos a la Casa de Fernando Pessoa. El guía nos explica que es
la última casa donde vivió el poeta, hoy convertida en museo. Tiene en
su acervo la biblioteca personal de Pessoa y conserva su último
dormitorio, austero: cama individual, mesita de noche, escritorio y una
réplica de su baúl. Se muestran algunos documentos, como el sobre donde
su madre conservó el primer cabello que le cortaron y el folio donde
escribió su última oración antes de morir en el hospital, de
pancreatitis, a los 47 años. Escribió la oración en inglés el día antes
de morir: I know not what to-morrow will bring. Ninguno de nosotros sabe, Fernando, lo que mañana nos traerá. A vos te trajo la muerte o el descanso.
De la casa museo Pessoa bajamos a la Basílica de la Estrella, frente al jardín, y esperamos el eléctrico o tranvía 28, que nos llevará hasta el barrio de Graça.
Pasa llenísimo y entramos apretados. Pero esto hace el descenso
empinado al barrio de Santos más emocionante. El tranvía va "hasta el
bote", osea, repleto, y me acuerdo de mi abuelo Hernán que contaba
historias de cuando tomaba el tranvía San José - Guadalupe el siglo
pasado y se guindaba como podía para no perderlo cuando pasaba lleno.
Este eléctrico 28 pasa por barrios pintorescos, de casas coloridas,
muchas de tres plantas con balconcitos en los dos pisos altos.
En Graça
nos bajamos del tranvía. Hoy nos hemos saltado el almuerzo y el café,
por lo que decidimos ir directo a cenar a un restaurante de comida
tradicional portuguesa, aunque no sean ni las 7 pm todavía. De hecho
somos los primeros comensales de la noche. Pero el mesero nos atiende
muy amablemente, como lo hacen todo los lisboetas, según parece. Pedimos
un robalo a la parrilla con papa y brócoli y una massada de
mariscos, una pasta ensopada en salsa a base de tomate. Entre los tres
nos comemos los dos platos y son una delicia. Marisol y yo los
acompañamos con un vino blanco de la casa.
Luego
de la cena, caminamos tranquilos hasta la Rua Augusta, un paseo
peatonal que sube desde el arco de la Plaza del Comercio frente a la
ribera del Tajo hasta la plaza Rossio. Es un paseo comercial, hermoso,
adoquinado con la piedra blanca y negra que caracteriza las aceras y
plazas lisboetas y quizá portuguesas. En el medio hay mesitas de muchos
restaurantes y comensales complacidos. La gente camina contenta y
pausada.
Sofía
quiere un cono de helados Amorim. Entramos a la heladería y se
decepciona al ver que no pido un cono. -¿No vas a comer uno?-, me
pregunta y frunce el ceño moreno. ¿Cómo le explico que no como lácteos a
esa chiquita sensible y tranquila, que nos ha acompañado pacientemente
todo el día? Pido el cono. Lo sirven con los sabores dispuestos como
pétalos de flor sobre el cono. Es una presentación atractiva. Y Sofía se
queda contenta.
Chupando el helado, subimos hasta la plaza del Rossio. Allí encontraremos a José, el compañero portugués de Marisol.
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