Nos conocimos hace dos años en un congreso en Lowell, Massachusetts, en las afueras de
Boston. Había viajado desde Brasilia, donde cursaba la maestría. Congeniamos y pronto nos hicimos compas de almuerzos y cervezas. Era simpática, sonriente, fotógrafa profesional y talentosa, estudiante de comunicación y muy pura vida. Casualmente, después del congreso visitó Nueva York y nos encontramos un mediodía para almorzar en un vegetariano en Greenwich Village y caminar por allí. El tiempo fue corto pero disfrutamos. Después mantuvimos el contacto, pero nos costó reencontrarnos. En junio incluso viajó a Río de Janeiro un par de días después de que yo me fui. Pero hace pocas semanas me dijo que regresaba a Nueva York para el matrimonio de su primo y me preguntó si coincidiríamos aquí. Milagro: ¡sí!
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Martes. Nos encontramos en Union Square y nos abrazamos. Ya no lleva corto el pelo crespo y castaño, sino por los hombros, y sus cachetes parecen más redondos y contrastan más con la nariz afilada. Pero es delgada y está tan blanca como siempre, herencia de su papá gringo, pues su madre brasileña es morena. Me cuenta que ha terminado la maestría y trabaja como fotógrafa en Brasilia y como profesora de cinematografía en Río. El golpe político la ha entristecido y se siente extraña lejos de Brasil en este momento importante. Vive con su enamorada desde hace un año en un apartamento delicioso en un edificio con huerta comunitaria. Por eso se complica su posible mudanza a Río. Sonrío para mí y pienso: "Ese rollo me lo sé de memoria. Que la Vida a vos sí te favorezca". De verdad le deseo el bien. Después de deambular por Greenwich Village le pregunto qué quiere hacer y me dice que escuchar jazz en el Blue Room. Estoy a punto de decirle que el antiguo bar de los grandes del jazz como Gillespie y Coltrane ahora es una trampa para turistas y que el mejor jazz se escucha en otros bares, incluso en sótanos en el mismo barrio de la Village, cuando me dice que su papá frecuentaba el Blue Room en su adolescencia y a ella le gustaría imaginarlo allí. Ante tal expresión de amor por su padre, no me queda argumento. Trago grueso y nos vamos al Blue Room. Como siempre, es un atraco. Pero al menos compartimos mesa con una escocesa y tres gringos (padres e hijo) muy buena gente. Y el pianista McCoy Tyner y su cuarteto son realmente buenos. Lo mejor para mí, sin embargo, es que Emília disfruta la experiencia al máximo, así que me quedo contento cuando nos despedimos en la estación de Christopher Street.
二
Jueves. Nos encontramos en la reinauguración de la galería de la Brazilian Endowment for the Arts en la calle East 52 de Manhattan. La muestra de arte decepciona pero hay un excelente guitarrista tocando música de Tom Jobim y João Gilberto. Y conocemos a Loy, un señor de Singapur que habla español y está estudiando portugués, pues trabaja de voluntario ayudando a inmigrantes brasileños en la región metropolitana. Y BEA tiene una excelente biblioteca de literatura brasileña que comparte con el público, así que valió el boleto ir. Pero pronto nos desmarcamos. Estamos en un barrio japonés, así que la llevo a Riki, una izakaya tradicional en la calle East 45. Meseras, baristas y chefs nos reciben con el tradicional "Irasshaimase" y de ahí en más la experiencia es japonesa. Nos sentamos en la barra y comentamos el menú cuando el señor japonés al lado nuestro se emociona y nos pregunta en portugués si necesitamos ayuda. Nos sorprende y conversamos. Watanabe vivió cinco años en São Paulo, del 2010 al 2015, y luego vino a Nueva York. Pero extraña Brasil, como su hija: la comida, la gente. ¿Quién hubiera dicho que nos toparíamos con un japonés de corazón brasileño? Nos distraemos conversando y cuando llega por cuarta vez la cortés mesera, pedimos la orden sin haber escuchado las sugerencias de Watanabe. Igual, los edamame, los vegetales gratinados, los fideos udon, la macarela a la plancha y los onigiri de salmón están deliciosos. Yo los acompaño con una jarra de Kirin Ichiban bien fría. Emìlia ya no toma, apenas me pide un sorbo de mi cerveza para probarla. Mientras comemos, me cuenta que está estudiando mandarín y ha continuado su práctica del taichi. Ahora es algo esencial en su vida, no esporádico. Yo le cuento un poco de mis experiencias en el Japón, incluyendo anécdotas, como la vez, al principio, cuando no sabía leer nada, que entré a un restaurante en Tsukuba y pedí fideos soba japoneses sin darme cuenta que era un restaurante chino. ¡Qué vergüenza! Esa misma tarde me puse a estudiar para poder leer, por ejemplo, "Restaurante Chino". Se ríe cuando le cuento. Al final, entre Watanabe hablándonos portugués, la mesera filipina hablándonos en español y los comensales hablando en japonés, se nos ha olvidado donde estamos. Cuando salimos, una media luna enorme domina el cielo de Manhattan. Mirándola caminamos hasta la estación de trenes Grand Central. La llevo a que conozca el salón principal y dice que lo reconoce de cintas y fotografías. Es realmente hermoso. Tiene sus detalles esta ciudad. Cuando nos abrazamos para despedirnos, me agradece por haberla llevado al Japón. Y me sonríe.
La hemos pasado bien. No sabemos cuándo nos veremos de nuevo. Ojalá sea en Río. Pero cuándo y dónde sea, hemos compartido dos momentos sin haberlo planeado así. Surgió la oportunidad y la aprovechamos al vuelo. Esos detalles te regala la vida peripatética.
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